Enviado por José Antonio Sierra
Yo no sabía
Por Luís Méndez
Ahora que recientemente se ha vuelto a conmemorar el Holocausto, cabe comentar las imágenes de un reportaje en el cual se muestran largas filas de ciudadanos alemanes visitando los horrores de los campos de concentración. La visita no parece voluntaria, ya que esas personas que mueven dócilmente la cabeza, están flanqueadas por tropas extranjeras armadas. Esta forma imperativa de enseñar Historia en principio resulta desagradable. Sin embargo, ante ese movimiento de cabeza que parece decir “yo no sabía” inmediatamente se superponen otras imágenes que son su negativo: la de miles de alemanes vitoreando a sus tropas, que se disponen a invadir suelo extranjero. Aquí tampoco cabe la excusa de “yo no sabía”, ya que se tenía el antecedente de una guerra próxima (25 años antes), que se sabía había sido devastadora.
Uno de los grandes problemas del ser humano es ese no saber, o peor aún, no querer saber cuando así conviene. Por ejemplo, en esa conmemoración del Holocausto se sigue sin querer aprender de él, porque hay una propensión interesada a reducir la Segunda Guerra Mundial a ese sector del horror, cuando en realidad no representa más del 10% del horror total: 6 millones de muertos, sobre un total de 60 millones. ¿Por qué ese reduccionismo? Simplemente porque se han dicho demasiadas mentiras sobre aquella locura, y porque aún prosigue esa locura, aunque con distintos nombres y localizaciones.
No hay nada más estúpido que el egoísmo: sembrar veneno creyendo que se recogerá miel. Absurdo. Por la propia vía del éxito luego sobrevienen cánceres (en sentido metafórico) y toda clase de males que pagamos nosotros mismos y nuestros descendientes.
Yo sí sé
Esa es la otra cara de la moneda. Aquellos que vitoreaban a sus tropas sabían que era lo mejor. Sus dotes innatas de incipientes Clausewitzs así se lo aseguraba.
No es distinta la mentalidad actual, de personas suficientes y realizadas, que lo saben todo sin esfuerzo alguno. Pero si no lees nada, les dices, y ellos te responden: para eso tengo el sentido común, que me sobra y basta. Ah, ese sentido acientífico, que te lleva a creer que la Luna está más cerca que Cuenca porque esta no se ve. O que el Sol gira alrededor de la Tierra porque ello se evidencia con tan solo fijar la vista en el horizonte. ¿Para qué quemarse las pestañas, si todo esta ahí, al alcance de la mano y de la vista?
O esos otros, medio leídos, que son los más empedernidos polemistas, pues todos los días leen parte de “su periódico” (como aquel torero, que sólo leía lo necesario). Es que en todos los lugares hay manipulación, les respondes, queriendo advertirles sobre que el saber no puede tener una fuente única. ¿Y cómo sé yo que tus fuentes no son más engañosas que la mía?.te replicarán rápidamente.
Entonces, tú, desasistido ante los argumentos más simples, que son los más difíciles de rebatir, les hablas de A, y de B, y de C, eximios pensadores, y ellos, a partir de ahí te rehuirán, porque te considerarán un pedante redicho y soberbio, humildemente convencidos de que su cabeza en solitario, puede suplir a todo el conjunto de genios y sabios habidos y por haber.
¿Cómo, con esos criterios, se puede arreglar el Mundo? te preguntas; y ellos rápidamente te replican: ¿Acaso son mejores los tuyos? ¿Y como responderles que hay que leer a enemigos y amigos; que la dialéctica no es una tontería, aunque la presenten más complicadamente de los necesario; que la duda mueve y la certeza frena; que la información sin previa formación puede ser –sólo puede ser—insuficiente.
Sería suicida añadir: ¿Y tú, con esos criterios, te atreves a votar –o no votar--?
Que bien lo sintetizó Azaña: “Si en vez de hablar de lo que no sabemos, nos pusiéramos a estudiarlo, que gran silencio y sapiencia”. En un país tan ruidoso.
Luis Méndez. Funcionario de la Administración local
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