Anglofilias y anglicismos
por Luís Méndez
Hay que reconocer que los anglosajones han sabido crear una imagen atractiva de su mundo. No obstante, las imágenes no siempre concuerdan con la realidad. El cine ha contribuido mucho a que esas ficciones lleguen a creerse verdaderas. Esta labor la había realizado antes la literatura, como avanzadilla cultural del Imperio. Seguramente ha habido mucha más gente que visitara Londres por el Sherlock Holmes de Conan Doyle que por el propio Londres. Es decir, esta es una labor antigua que continúa y que además es comprensible desde su punto de vista.
Lo que no es tan comprensible es que haya naciones que en vez de contemplar con reserva estas prácticas, se plieguen entusiasmadas a ellas. Es lo que, entre otros casos, está pasando en la actualidad con el idioma inglés.
Un pensador afirmaba que el pueblo que pierde su idioma, pierde su alma. Frente a esta afirmación, aparentemente anacrónica, muchos esgrimirán argumentos utilitaristas para defender tal anglofilia lingüística: es que el empleo, es que la investigación, es que la ciencia, es que las distintas literaturas, es que el mundo…
Ese es precisamente uno de los males de los reduccionismos, que llevan a coger el rábano por las hojas, haciéndole el juego a los más listos, que no los más inteligentes.
Nadie se opone a que se aprenda inglés, y si nos apuran, chino, finlandés y galés. A lo que nos oponemos es a que perdamos nuestra alma, tal como decía el pensador referido. Surgirá una sonrisa irónica e informada creyendo que se está haciendo una defensa cerrada de esas esencias pueblerinas que curiosamente en nada representan a nuestra verdadera esencia.
Pero no, no se está defendiendo ningún esencialismo, lo que se está diciendo simplemente es que una cosa es aprender un segundo, tercer idioma, y otra muy distinta destruir o suplantar, o ambas cosas a la vez, nuestro propio idioma.
Y es lo que está pasando: no es que cuando sea necesario se hable en inglés, sino que innecesariamente se trufe de inglés y se pode el español ¿hasta destruirlo? No olvidemos el precedente del spanglish. ¿Por qué decir nuestras o nuestros running shoes, -término ya muy frecuente, sobre todo entre modernos- cuando no hay ninguna laguna idiomática que nos obligue a ello. ¿Acaso no existen las palabras zapatilla y correr? Es más, si analizamos la expresión inglesa en sí, veremos que se identifican zapatos y zapatillas, cuando para nosotros son objetos distinguibles para mejor matiz.
Sucede lo mismo con la palabra correo electrónico. La RAE ha advertido insistentemente en que email es un anglicismo. Pues bien, ya no nos limitamos a decir email, sino mail; es decir, que junto a la progresiva privatización de Correos estamos suprimiendo por la vía de hecho la palabra española correo. Ya puestos, y para abreviar, mejor que se diga mail your Gracious Majesty the Queen
Es más, hace poco una articulista aconsejaba irónicamente que ante ese argumento falaz de que el inglés es más sintético que el español, mejor sería que aprendiéramos latín.
Finalizando: No es verdad que estemos frente a una cuestión funcional y utilitaria, sino ante una derrota cultural que afecta a lo más íntimo de nuestro ser. Por ausencia de pensar la lengua –cosa que si hacen en Hispanoamérica- no hemos apreciado lo que representa un idioma, especialmente si este es rico, o más rico que otros. No valoramos el idioma español y su capacidad expresiva, su capacidad de enriquecer nuestro pensamiento facilitándonos matices que nos lleven a nuevas ideas por la vía de la palabra. A esa activación del pensamiento es a lo que parece no nos importa renunciar.
Tal capacidad creadora se puede experimentar cogiendo simplemente un diccionario y analizando sinónimos y la riqueza que introduce en nuestra inicial visión. Más aún si se busca en un diccionario ideológico o se pone uno a estudiar la etimología de nuestra lengua.
No es exagerado decir que quien renuncia así a su originalidad idiomática es que no tiene inconveniente en ser simplemente una especie de protectorado mimético. Por eso, la importancia que tiene saber distinguir entre adición de un nuevo idioma y sustitución del propio, junto a la voluntad de querer oponerse activamente a que esta segunda opción se produzca. Lamentablemente, lo que se detecta es una gran desidia para el estudio del español y un gran entusiasmo para el inglés, con inmersiones incorporadas y todo, que ese sería otro asunto a tratar: la de libras esterlinas que puede producir esto de la enseñanza de idiomas.
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