Pertenencias múltiples, diversas e
irreductibles, no
pertenencias nacionales
Conviene
aclara algunos extremos.
1ª De una manera rigurosa – que no tengo la
menor intención de pormenorizar aquí- tradición no significa pasado, ni siquiera
origen sino más bien intemporal y eterno; soy consciente de que esto no es un
lenguaje fácilmente accesible en la actualidad. Es decir el que verdaderamente
se adhiere a la tradición no sigue a los antiguos sino que busca lo que los
antiguos buscaban. Una cosa es aprender del medievo y otra cosa es su imposible
resurrección.
2º La moderna uniformización del estado moderno
ha sido la antesala de la uniformización robótica mundialista, con toda la enorme pérdida de
diversidades de todo tipo, difícilmente recuperables. La gestación de la nación
moderna y el correspondiente nacionalismo moderno ha producido y sigue
produciendo una cantidad tal, de sangre, atropellos, muertes y crímenes
millonarios, violencias inauditas y guerras feroces como ninguno de los
episodios que se recuerdan desde la aparición del ser un humano sobre el globo
terrestre; por lo tanto no veo con alborozo la perpetuación de semejante orden
político bajo el adjetivo vagamente honorificiente de que se trata nada menos
que de la modernidad, y que por tanto ser nacionalista es algo así como un
título de orgullo. Nación y confrontación, nación y guerra, nación y
empobrecimiento vital de todo tipo son términos inseparables. Parece que la
consigna es: desaparezcamos en nuestras irrepetibles singularidades para
sobrevivir (obviamente no como posibles castellanos de ahora sino como
vagabundos de un chato mundialismo).
3ª La igualdad formal externa que propugnaba el
viejo lema de la revolución francesa, carece del menor sentido si no es precisamente
para estimular al máximo la inimitable singularidad interna. Otra cosa es que
se pretenda una sociedad cuartelaria (presente en nuestra memoria el comunismo
soviético), o el corral de borregos.
4º
El nacionalismo moderno constriñe y condiciona las pertenencias múltiples,
diversas e irreductibles del ciudadano. Los zarpullidos agudos de nacionalismo
periférico en la península ibérica son
muy instructivos en ese sentido. El hombre tiene pertenencias múltiples que no
es lícito castrar con nacionalismos de vario pelaje. Un hombre es parte de una
familia, miembro de concejos varios: locales, vecinales, municipales, regionales,
nacionales, continentales; partícipe de asociaciones profesionales, culturales, miembro de una
organización de dimensión espiritual (cada vez menos), perteneciente a una
región (Castilla), luego a un reino (en otras épocas eso era España) o nación,
a una organización continental que es el
origen del despliegue de una civilización (eso fue antaño Europa, pero mientras
no se bombee y achique el nacionalismo es difícil que se recupere esa función).
Todo eso por no hablar de la patria que supone un amor, una obra maestra, o un
momento de rapto nouménico. La base del error político moderno es intentar
castrar las posibilidades humanas con el nacionalismo.
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