Perfil del homófobo: blanco, delgado y católico
El Estado providencial, encarnado en el ayuntamiento de Getafe, ha determinado públicamente la naturaleza del homófobo: “cuando el hombre quiso hacer del Estado un paraíso, lo convirtió en un infierno”, sentenció Hölderlin. A la pregunta por cuáles son los rasgos propios capaces de identificar la familia, respondía el antropólogo Claude Lévi-Strauss manteniendo que, a su juicio, la familia posee tres características: tiene su origen en el matrimonio; está formada por el marido, la esposa y los hijos nacidos del matrimonio; y los miembros están unidos por lazos legales, derechos y obligaciones, prohibiciones y una notable red de sentimientos psicológicos.
El Pleno del ayuntamiento de Getafe, sin la pretensión de fijar su identificación en cualquier tiempo y lugar, como hacía Lévi-Strauss con la familia, pero con arbitraria tosquedad provocadora y exhibicionista, asume y aprueba un texto de los distintos colectivos del Orgullo LGTB, donde se traza, sin ningún escrúpulo, el perfil siniestro del homófobo, equipado ignominiosamente también con tres peculiaridades difícilmente apreciables: jóvenes blancos, delgados y católicos. Del consenso político hoy dominante, que presenta como verdades -valores- las cosas más absurdas, también se podría decir con Hegel, que “desde que la falta de espíritu y la ordinariez se han arrogado la denominación de sentido común y moralidad, su indignidad y su desvergüenza son ilimitados”.
Sin duda el ayuntamiento de Getafe, con la abstención del PP y el voto en contra de C’S, padece una severa patología, reconocible por la ruptura de cualquier armonía necesaria entre la comunidad política y la sociedad civil, alejado con semejantes actuaciones de la solidaridad y del bien común, y amenazando las funciones públicas por la injerencia de la ideología política de la alcaldesa feminista radical Sara Hernández. Al totalitarismo socialista y comunista del ayuntamiento de Getafe, ungido de una evidente “ideología de género”, se une la abstención de un pragmatismo decadente “popular”, encontrando la menesterosa oposición de una formación “naranja” casi siempre pendular en sus decisiones políticas.
La política está íntimamente vinculada al concepto de potestad (potestas), en cuanto la autoridad política tiene la facultad (según los procedimientos establecidos por el sistema político vigente) de dictar normas obligatorias de acción a los ciudadanos del país. La potestad, sin embargo, no es suficiente para organizar un Estado digno de la persona; también es necesario que quienes ejercen el poder gocen de auctoritas en el cumplimiento de su función, es decir, de la ascendencia y prestigio que se adquieren mediante un ejercicio correcto de la propia tarea, que genera la confianza de los ciudadanos. La auctoritas es tanto más necesaria en la vida política cuanto que su “materia prima” son las personas humanas; esa confianza debe ganarse día a día, a través de una serie de decisiones y de realizaciones que sean válidas en sí mismas.
La estigmatización del católico como homófobo manifiesta que con frecuencia la política (los partidos políticos) no ve más allá de la adquisición y el mantenimiento del poder. La experiencia de los totalitarismos en el siglo XX parecía haber llevado al bien común a la política, pero la ideología siempre conducirá a depauperar la vida social, a invertir el orden moral, al sometimiento de la política a determinados grupos de presión instalados en ella, etnocéntricos e intolerantes con todos aquellos refractarios a su intención de homologar los comportamientos y estilos de vida. Al impregnar toda actividad social, el homosexualismo político y el pensamiento estatal incurren en destruir la igualdad y la solidaridad social discriminando a quienes no pueden subyugar.
La caridad no es sólo una categoría religiosa, sino el alma de la convivencia social, y de ella viven más los católicos que otros grupos sin ascendencia histórica ni cultural que, sin embargo, piensan que sus relaciones son más fraternas si se promueven desde el victimismo, el odio a la naturaleza humana y el resentimiento auspiciados desde el poder. La caridad no impone comportamientos discriminatorios ni opresivos, actitudes, sin embargo, cercanas al poder público determinado y asimilado por la ideología. Cuando se buscan beneficios perjudicando a otros se acarrea no sólo un daño a sí mismo sino a la misma colectividad social, menoscabando con ello el principio de autoridad y desconfiando de la actividad política cuando es ejercida desde el odio y no precisamente desde la caridad y la idoneidad moral.
Si no siempre se puede realizar “lo mejor”, tampoco es digno gobernar permitiendo que se quebrante el orden de valores de una sociedad y pervirtiendo, hasta destruir, el bien común. La actuación del Pleno del ayuntamiento de Getafe, asimilando el Manifiesto LFTB, patentiza la perversión de una peligrosa democracia igualitaria y “procedimental”, ayuna de sentido ético cuando sus estructuras se ven desbordadas por la deriva totalitaria; significa una despótica actividad política cuando ésta se sustenta en las ideologías y no en las certezas, valores y derechos que proceden de la verdad sobre el hombre; constituye una abyecta y violenta acción social construida contra la misma naturaleza humana, poseedora de un carácter normativo incluso para la cultura; personifica con indoloro estoicismo y despreciable tibieza el abuso de autoridad fundado en la regla de una mayoría que nunca será un criterio de justicia y de verdad.
El Pleno del ayuntamiento de Getafe, sin la pretensión de fijar su identificación en cualquier tiempo y lugar, como hacía Lévi-Strauss con la familia, pero con arbitraria tosquedad provocadora y exhibicionista, asume y aprueba un texto de los distintos colectivos del Orgullo LGTB, donde se traza, sin ningún escrúpulo, el perfil siniestro del homófobo, equipado ignominiosamente también con tres peculiaridades difícilmente apreciables: jóvenes blancos, delgados y católicos. Del consenso político hoy dominante, que presenta como verdades -valores- las cosas más absurdas, también se podría decir con Hegel, que “desde que la falta de espíritu y la ordinariez se han arrogado la denominación de sentido común y moralidad, su indignidad y su desvergüenza son ilimitados”.
Sin duda el ayuntamiento de Getafe, con la abstención del PP y el voto en contra de C’S, padece una severa patología, reconocible por la ruptura de cualquier armonía necesaria entre la comunidad política y la sociedad civil, alejado con semejantes actuaciones de la solidaridad y del bien común, y amenazando las funciones públicas por la injerencia de la ideología política de la alcaldesa feminista radical Sara Hernández. Al totalitarismo socialista y comunista del ayuntamiento de Getafe, ungido de una evidente “ideología de género”, se une la abstención de un pragmatismo decadente “popular”, encontrando la menesterosa oposición de una formación “naranja” casi siempre pendular en sus decisiones políticas.
La política está íntimamente vinculada al concepto de potestad (potestas), en cuanto la autoridad política tiene la facultad (según los procedimientos establecidos por el sistema político vigente) de dictar normas obligatorias de acción a los ciudadanos del país. La potestad, sin embargo, no es suficiente para organizar un Estado digno de la persona; también es necesario que quienes ejercen el poder gocen de auctoritas en el cumplimiento de su función, es decir, de la ascendencia y prestigio que se adquieren mediante un ejercicio correcto de la propia tarea, que genera la confianza de los ciudadanos. La auctoritas es tanto más necesaria en la vida política cuanto que su “materia prima” son las personas humanas; esa confianza debe ganarse día a día, a través de una serie de decisiones y de realizaciones que sean válidas en sí mismas.
La estigmatización del católico como homófobo manifiesta que con frecuencia la política (los partidos políticos) no ve más allá de la adquisición y el mantenimiento del poder. La experiencia de los totalitarismos en el siglo XX parecía haber llevado al bien común a la política, pero la ideología siempre conducirá a depauperar la vida social, a invertir el orden moral, al sometimiento de la política a determinados grupos de presión instalados en ella, etnocéntricos e intolerantes con todos aquellos refractarios a su intención de homologar los comportamientos y estilos de vida. Al impregnar toda actividad social, el homosexualismo político y el pensamiento estatal incurren en destruir la igualdad y la solidaridad social discriminando a quienes no pueden subyugar.
La caridad no es sólo una categoría religiosa, sino el alma de la convivencia social, y de ella viven más los católicos que otros grupos sin ascendencia histórica ni cultural que, sin embargo, piensan que sus relaciones son más fraternas si se promueven desde el victimismo, el odio a la naturaleza humana y el resentimiento auspiciados desde el poder. La caridad no impone comportamientos discriminatorios ni opresivos, actitudes, sin embargo, cercanas al poder público determinado y asimilado por la ideología. Cuando se buscan beneficios perjudicando a otros se acarrea no sólo un daño a sí mismo sino a la misma colectividad social, menoscabando con ello el principio de autoridad y desconfiando de la actividad política cuando es ejercida desde el odio y no precisamente desde la caridad y la idoneidad moral.
Si no siempre se puede realizar “lo mejor”, tampoco es digno gobernar permitiendo que se quebrante el orden de valores de una sociedad y pervirtiendo, hasta destruir, el bien común. La actuación del Pleno del ayuntamiento de Getafe, asimilando el Manifiesto LFTB, patentiza la perversión de una peligrosa democracia igualitaria y “procedimental”, ayuna de sentido ético cuando sus estructuras se ven desbordadas por la deriva totalitaria; significa una despótica actividad política cuando ésta se sustenta en las ideologías y no en las certezas, valores y derechos que proceden de la verdad sobre el hombre; constituye una abyecta y violenta acción social construida contra la misma naturaleza humana, poseedora de un carácter normativo incluso para la cultura; personifica con indoloro estoicismo y despreciable tibieza el abuso de autoridad fundado en la regla de una mayoría que nunca será un criterio de justicia y de verdad.
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