El marxismo de
Podemos: un experimento espartaquista (II)
4 abril, 2015
Marx,
nacido en 1818, vivió en un mundo dominado por las ideas ilustradas causantes
de la Revolución Francesa que había conmovido todo el orden social, político y
económico de lo que fuera la Cristiandad. El pensamiento de aquella época, de
una parte, daba por sentado el carácter progresivo, o la evolución
perfectiva, de la historia humana. De otra, creía firmemente en la capacidad
racional del hombre para desentrañar científicamente los secretos de la
historia y explicar, tanto los acontecimientos de épocas pasadas, como los
avatares futuros, que conducirán a la sociedad hacia su luminosa perfección
futura.
Heredera
de una serie de sistemas filosóficos de gran repercusión política, la obra de
Marx pretende superarlos a todos gracias a su insistencia en la prioridad de la
acción sobre la teoría. El fundamento último de su pensamiento se halla en la
doctrina del materialismo dialéctico, según el cual la aparente
complejidad de lo real se reduce a lo que llaman experiencia sensible, es decir
al contacto activo del hombre con la naturaleza. No existe realmente nada más
que esa relación de hombre con el mundo material. Al principio, el hombre se
enfrenta a la naturaleza, la conoce y desea satisfacer sus necesidades con lo
que ella ofrece, pero la capta como algo hostil y contrapuesto a él
mismo. Esa relación, que en principio es de oposición, es superada por el hombre
gracias a su acción, o trabajo, del que resulta, por primera vez, lo que los
marxistas llaman una mediación, o síntesis de contrarios, cuando alcanza los
frutos de su trabajo. Desde el hombre primitivo, que ve la naturaleza como un
objeto arisco y peligroso, hasta el hombre moderno, todo el obrar humano
consiste en operar dialécticamente sobre la naturaleza para satisfacer sus
necesidades, de modo que una y otra se integren de manera progresiva.
La
relación del hombre y la naturaleza no es, pues, estática, sino evolutiva. La
cooperación entre los hombre se hace necesaria, surge la distribución del
trabajo y la distribución de los frutos obtenidos. Y, sólo sobre eso, se va
constituyendo a lo largo de la historia el aparentemente inextricable conjunto
de relaciones sociales, políticas e ideológicas que ofrece la vida humana de
los tiempos modernos. La teoría central de Marx, llamada materialismo
histórico, tiene precisamente la pretensión de desentrañar esa maraña de
relaciones sociales, descubrir su esencia y describir la ley “científica” que
rige la historia de toda la humanidad.
La
estructura de cualquier sociedad sólo se entiende si se recurre a tres niveles
de explicación que, empezando por lo más fundamental, son las fuerzas
productivas, el modo de producción y la superestructura ideológica. Las fuerzas
productivas de que dispone cada sociedad (riquezas naturales, conocimientos
técnicos y división social del trabajo) determinan su organización, o modo
de producción: “el molino a brazo engendra la sociedad feudal, el molino a
vapor la sociedad burguesa o industrial”. Aquí es donde aparece lo más conocido
de la teoría marxista de la sociedad, que se caracteriza por incluir
esencialmente la lucha en toda organización social y por poner la armonía y la
paz sólo al final de la historia, en la hipotética sociedad en que culminará la
historia. Mientras llega ese momento, el modo de producción de la
sociedad consta invariablemente de dos clases principales en eterna
contradicción, una dominante y otra sometida. Estas clases se enfrentan hasta
que una revolución violenta acaba con la oposición; luego, una nueva clase
dominante, por acumulación de riquezas, produce una nueva clase sometida, que
hará una nueva revolución, en cuanto alcance conciencia de la miseria en que
vive y de su propio poder. La sociedad feudal de siervos y señores fue superada
por la revolución burguesa; y la burguesía, causante del modo de producción
capitalista, engendra el proletariado destinado necesariamente a acabar con
ella y a tomar las riendas de la sociedad, hasta llegar, a través de la
dictadura del proletariado, a la vida armónica del hombre en consonancia con la
naturaleza.
Sin embargo el camino que describe Marx hasta ese
logro final exige destruir, por medio de la violencia revolucionaria, un tercer
nivel de acontecimientos, que surgen junto al modo de producción en toda
sociedad. Se trata de lo que llaman superestructura ideológica, que está
constituida por el conjunto de ilusiones, o engaños, creados por la clase
dominante, para detener la superación del enfrentamiento de clases y congelar
así el curso necesario de la historia. Esa superestructura engloba las
instituciones jurídicas y políticas, como el Estado; las filosofías
especulativas, que engañosamente se conforman con buscar la verdad sin cambiar
el mundo con la acción; y la religión, que traslada las contradicciones reales
(es decir, las económicas) a otro mundo, para producir resignación en la clase
oprimida. Esos engaños, siempre favorables a los intereses de la clase
dominante, se llaman alienaciones porque tratan de perpetuar la
separación, o enajenación, de la clase obrera respecto de los frutos de su
trabajo, y de mantener la división de clases que, al final, desaparecerá cuando
la revolución haya acabado con todas ellas.
Esta
concepción marxista del universo es monista, en cuanto entiende que toda la
realidad se reduce a uno solo de sus aspectos: la materia entendida como
relación productiva del hombre sobre la naturaleza y las relaciones económicas
que de ahí surgen; y declara intrínsecamente falseadas todas las demás
realidades humanas, como las relaciones sociales, desde la familia al Estado;
como todas las especulaciones ideológicas que exponen concepciones éticas, o
valorativas; como todos los mundos ajenos al mundo material que describen las
religiones. Y el marxismo no se conforma con denunciar la falsedad que, según
él, se da en todo esto, sino que exige su destrucción práctica por medio de la
violencia revolucionaria.
Es,
por otro lado, una concepción del mundo historicista, cientificista y
determinista, porque cree ofrecer las leyes inexorables de la historia, que
llevan desde la primitiva oposición entre el hombre y la naturaleza, hasta su
definitiva supresión en el mundo futuro, donde desaparecerán las alienaciones,
la familia, es Estado, las ideología y las religiones para dar paso a una
humanidad feliz, que disfrutará armónicamente de la naturaleza sometida a su
dominio.
Pero
hasta ese momento, el marxismo concibe el desarrollo histórico como un
enfrentamiento maniqueo entre la clase dominante, que encarna el mal, y la
clase sometida, de cuya acción depende por completo el repetido proceso
revolucionario que llevará hasta la felicidad última -desde luego sólo terrena-
y encarna, por tanto, la totalidad de lo que podría llamarse el bien. A pesar
de que los marxistas se llenan la boca hablado de ética, no reconocen más
obligación “moral” que la de fomentar la fuerza de la clase oprimida en aras de
la revolución, aunque eso suponga todo tipo de violencia y de falsedad. En
breve sacaremos a la luz el engaño deliberado, consentido y sistemático que
suponen las distintas tácticas usadas por los marxistas para subir al poder y,
en especial, la táctica de “Podemos”.
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