29 de julio de 1520
Fecha tan importante en los fastos
de la historia abulense como en general desconocida o mejor temerosamente
ocultada, fue aquel día cuando llegaron a Ávila los representantes de la Santa
Junta de las Comuneros de Castilla para
reunirse en la sala capitular de la Iglesia Catedral del Salvador de
Ávila; junta sorprendentemente llamada santa y no redentora, ni fraternal, ni
celestial, ni proletaria, ni revolucionaria, ni progresista, ni otros
calificativos de cuño moderno que bien analizados resultan en demasiadas
ocasiones de cabalístico y enigmático significado. En plena época renacentista,
incubándose la Reforma y antes de las guerras de religión, dudosa gloria del
occidente europeo, aún se conservaba un residuo del antiguo cristianismo
que consideraba a todo cristiano como
templo y boca por la que manifestaba el Espíritu Santo, que hacía bueno aquello
de voz del pueblo, voz de Dios y voz santa, pronto definitivamente postergada
en occidente por Trento y la rígida alineación disciplinaria tras el magisterio
romano.
Así los representantes del pueblo reunido en sesión
y más allá de los intereses locales, dilucidaron entonces acerca del bien
común, épocas ya lejanas donde el bien no era un mero recuento aritmético de
opiniones sino algo profundamente unido a un sentido sagrado de la verdad y que
estaba muy por encima de la persona que ostentara la jerarquía suprema, que
dadas las circunstancias podía justificar en determinados momentos incluso el tiranicidio, como bien advirtió el obispo
Alonso de Madrigal, el Tostado o el Abulense. Se trataba a la sazón de
escudriñar lo que en terminología más actual de la monarquía tradicional se
podría denominar legitimidad de ejercicio del entonces monarca Carlos I. Último
representante que pretendía ser de lo que quedaba del Sacro Imperio Romano
Germánico de Occidente, ya muy distante en aquellos tiempos de la teocracia carolingia, y dispuesto a
utilizar sin escrúpulos el vil metal
para maquiavélicas maniobras de prevaricación y cohecho con fines
electorales imperiales, acaso no juzgable entonces por la ley externa, pero sí
ante la ley de divina de la verdad y del bien; ilustre representante “avant
lettre” de la Realpolitik: , un Bismarck de la época, todo para resultar
finalmente un perdedor y un gotoso. Si Carlomagno levantara cabeza….
Era
una de las últimas ocasiones en que buen pueblo
testigo de la conciencia del bien cristiano de la república estaba
constituido en consejo supremo, pese a las prohibiciones y amenazas reales. Un
pelaire dirigía con su vara las sesiones, aceptando su batuta todos los
estamentos, algo que progresivamente
perdida la noción espiritual de pueblo sería sencillamente inconcebible para
los señorones, hidalgos e hidalgüelos de tiempos no muy posteriores. Pero ya
habían pasado las buenas épocas medievales del derecho foral castellano
popular, antigualla al parecer de los tiempos pasados; se trataba, según nos
cuentan los libros correctos de la historia, del progreso imparable de los
tiempos: el absolutismo monárquico moderno de escasas o ninguna traba humana o
divina. Los tiempos del reducto interior
e inviolable de la conciencia, del respeto del entorno inmediato y particular
de convivencia, de las libertades particulares, de los fueros, llegaban
rápidamente a su fin; perdida la tensión espiritual de la antigua búsqueda del
Grial, todo se volcaba paulatinamente en la más feroz exterioridad: conquista
de territorios, guerras mucho más de
mercenarios que no de caballeros, atropello violento de las conciencias por la
autoridad, incremento desaforado de privilegios particulares de nacimiento y de
fortuna ampliados a costa del pueblo, despojo de fueros y de bienes comunes,
reconversión de territorios de realengo a nobiliarios, explotación desenfrenada
de riquezas materiales, y un largo etcétera de triunfos y desastres
habitualmente vendido como grandezas de la patria en los tiempos modernos.
La
historia, se dice, la escriben los vencedores y no faltan los corífeos de los
triunfadores de aquellos entonces que hasta el presente declaman, en contra de
los documentos y de la verdad, que los abulenses no participaron en la creación
de la Santa Junta; según esta visión correcta, beata y filistea, los abulenses
de entonces y probablemente los de ahora, ya pasados los tiempos del ardor
guerrero medieval, eran gregarios, pancistas y sumisos al poder, mudos y
consentidores de injusticias y atropellos, nada amigos de la libertad y sus
riesgos, enemigos en suma de comportarse como artífices de su propia ventura.
¿
Quién se atrevería hoy a conmemorar aquellos hechos?: el pueblo deliberando
sobre la legitimidad de ejercicio del monarca. Seguramente ya no se alcanza a
entender que el pueblo de entonces no tenía un referente sociológico externo,
ni de estatus social, ni de riqueza material, ni de cromosomas homologados, ni
de lengua, ni de compartir cualesquiera otras características externas comunes;
postrimerías de la Edad Media la raíz del pueblo era todavía una unánime fuente
tradicional cristiana. Acudir al municipio sería una pequeña traición, las
instituciones municipales fueron en buena parte las causantes del fin de los
concejos forales castellanos de villa y
tierra; los habitantes individualistas de la ciudad actual tampoco, un pueblo no
es un conjunto de individuos a pesar de que compartan características externas
comunes, menos aún un partido político agrupación de individuos cuyo fin es el
poder y la ventaja, perfectamente ajeno al sentido del bien y la verdad
intemporal y sagrado, a la “Ley Perpetua” por la que abogaba la Santa Junta de Ávila, en esa primicia
de libertad pero a su vez fiel a la
tradición que se ha dado en llamar la “Constitución de Ávila”, pronto aplastada
por la violencia.
Tiempos
aquellos en que el pueblo lejos del mero derecho a depositar de una papeleta
cada lustro aproximadamente, era la instancia que juzgaba la legitimidad de
ejercicio de uno de los monarcas más poderosos que sobre la tierra hubo. Eso en cualquier caso es más digno de
conmemoración que no el posterior acontecimiento lamentable de Villalar,
invitación masoquista, victimista y lacrimosa al compadecimiento por la derrota.
Acaso
algún corazón libre y ligeramente rebelde reciba el mensaje y tenga la
gallardía de cometer el acto políticamente incorrecto de recordar aquella
apuesta por la libertad de nuestros mayores llevando unas flores o acaso una
poesía a la Catedral el 29 de julio.
R.E.S.
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