viernes, 12 de julio de 2013

29 de julio ee 1520


           

                                               29 de julio de 1520

 

            Fecha tan importante en los fastos de la historia abulense como en general desconocida o mejor temerosamente ocultada, fue aquel día cuando llegaron a Ávila los representantes de la Santa Junta de las Comuneros de Castilla para  reunirse en la sala capitular de la Iglesia Catedral del Salvador de Ávila; junta sorprendentemente llamada santa y no redentora, ni fraternal, ni celestial, ni proletaria, ni revolucionaria, ni progresista, ni otros calificativos de cuño moderno que bien analizados resultan en demasiadas ocasiones de cabalístico y enigmático significado. En plena época renacentista, incubándose la Reforma y antes de las guerras de religión, dudosa gloria del occidente europeo, aún se conservaba un residuo del antiguo cristianismo que  consideraba a todo cristiano como templo y boca por la que manifestaba el Espíritu Santo, que hacía bueno aquello de voz del pueblo, voz de Dios y voz santa, pronto definitivamente postergada en occidente por Trento y la rígida alineación disciplinaria tras el magisterio romano. 


 


Así los representantes del pueblo reunido en sesión y más allá de los intereses locales, dilucidaron entonces acerca del bien común, épocas ya lejanas donde el bien no era un mero recuento aritmético de opiniones sino algo profundamente unido a un sentido sagrado de la verdad y que estaba muy por encima de la persona que ostentara la jerarquía suprema, que dadas las circunstancias podía justificar en determinados momentos incluso  el tiranicidio, como bien advirtió el obispo Alonso de Madrigal, el Tostado o el Abulense. Se trataba a la sazón de escudriñar lo que en terminología más actual de la monarquía tradicional se podría denominar legitimidad de ejercicio del entonces monarca Carlos I. Último representante que pretendía ser de lo que quedaba del Sacro Imperio Romano Germánico de Occidente, ya muy distante en aquellos tiempos  de la teocracia carolingia, y dispuesto a utilizar sin escrúpulos el vil metal  para maquiavélicas maniobras de prevaricación y cohecho con fines electorales imperiales, acaso no juzgable entonces por la ley externa, pero sí ante la ley de divina de la verdad y del bien; ilustre representante “avant lettre” de la Realpolitik: , un Bismarck de la época, todo para resultar finalmente un perdedor y un gotoso. Si Carlomagno levantara cabeza….


 

            Era una de las últimas ocasiones en que buen pueblo  testigo de la conciencia del bien cristiano de la república estaba constituido en consejo supremo, pese a las prohibiciones y amenazas reales. Un pelaire dirigía con su vara las sesiones, aceptando su batuta todos los estamentos, algo que  progresivamente perdida la noción espiritual de pueblo sería sencillamente inconcebible para los señorones, hidalgos e hidalgüelos de tiempos no muy posteriores. Pero ya habían pasado las buenas épocas medievales del derecho foral castellano popular, antigualla al parecer de los tiempos pasados; se trataba, según nos cuentan los libros correctos de la historia, del progreso imparable de los tiempos: el absolutismo monárquico moderno de escasas o ninguna traba humana o divina.  Los tiempos del reducto interior e inviolable de la conciencia, del respeto del entorno inmediato y particular de convivencia, de las libertades particulares, de los fueros, llegaban rápidamente a su fin; perdida la tensión espiritual de la antigua búsqueda del Grial, todo se volcaba paulatinamente en la más feroz exterioridad: conquista de territorios,  guerras mucho más de mercenarios que no de caballeros, atropello violento de las conciencias por la autoridad, incremento desaforado de privilegios particulares de nacimiento y de fortuna ampliados a costa del pueblo, despojo de fueros y de bienes comunes, reconversión de territorios de realengo a nobiliarios, explotación desenfrenada de riquezas materiales, y un largo etcétera de triunfos y desastres habitualmente vendido como grandezas de la patria en los tiempos modernos.

 

            La historia, se dice, la escriben los vencedores y no faltan los corífeos de los triunfadores de aquellos entonces que hasta el presente declaman, en contra de los documentos y de la verdad, que los abulenses no participaron en la creación de la Santa Junta; según esta visión correcta, beata y filistea, los abulenses de entonces y probablemente los de ahora, ya pasados los tiempos del ardor guerrero medieval, eran gregarios, pancistas y sumisos al poder, mudos y consentidores de injusticias y atropellos, nada amigos de la libertad y sus riesgos, enemigos en suma de comportarse como artífices de su propia ventura.

 

            ¿ Quién se atrevería hoy a conmemorar aquellos hechos?: el pueblo deliberando sobre la legitimidad de ejercicio del monarca. Seguramente ya no se alcanza a entender que el pueblo de entonces no tenía un referente sociológico externo, ni de estatus social, ni de riqueza material, ni de cromosomas homologados, ni de lengua, ni de compartir cualesquiera otras características externas comunes; postrimerías de la Edad Media la raíz del pueblo era todavía una unánime fuente tradicional cristiana. Acudir al municipio sería una pequeña traición, las instituciones municipales fueron en buena parte las causantes del fin de los concejos forales  castellanos de villa y tierra; los habitantes individualistas de la ciudad actual tampoco, un pueblo no es un conjunto de individuos a pesar de que compartan características externas comunes, menos aún un partido político agrupación de individuos cuyo fin es el poder y la ventaja, perfectamente ajeno al sentido del bien y la verdad intemporal y sagrado, a la “Ley Perpetua” por la que abogaba  la Santa Junta de Ávila, en esa primicia de  libertad pero a su vez fiel a la tradición que se ha dado en llamar la “Constitución de Ávila”, pronto aplastada por la violencia.

 

            Tiempos aquellos en que el pueblo lejos del mero derecho a depositar de una papeleta cada lustro aproximadamente, era la instancia que juzgaba la legitimidad de ejercicio de uno de los monarcas más poderosos que sobre la tierra  hubo. Eso en cualquier caso es más digno de conmemoración que no el posterior acontecimiento lamentable de Villalar, invitación masoquista, victimista y lacrimosa al compadecimiento por  la derrota.

 

            Acaso algún corazón libre y ligeramente rebelde reciba el mensaje y tenga la gallardía de cometer el acto políticamente incorrecto de recordar aquella apuesta por la libertad de nuestros mayores llevando unas flores o acaso una poesía a la Catedral el 29 de julio.

 

 

                                                           R.E.S.

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