LA COMUNIDAD DE VILLA Y TIERRA, NUCLEO BÁSICO DE LA FEDERACIÓN MEDIEVAL CASTELLANA
La personalidad histórica de Castilla en el conjunto de los pueblos hispánicos
Anselmo Carretero y Jiménez
Hyspamérica de Ediciones San Sebastián 1977
Páginas 49-64
Las instituciones más interesantes de la vieja democracia castellana son, a nuestro juicio, las Comunidades de Ciudad o Villa y Tierra, que se desarrollan por todo el solar de la antigua Celtiberia, tanto castellano como aragonés.
No obstante lo mucho que se habla de ellas, estas comunidades son ignoradas por la mayoría de los españoles -incluidos los propios castellanos-, a pesar de que ocupaban casi todo el territorio de Castilla al sur de Burgos y Nájera. Costa, que con tanta agudeza estudió nuestra tradición democrática, en su famosa obra sobre el «Colectivismo agrario en España», dice que las comunidades castellanas y aragonesas son materia digna de estudio que aún sigue por estudiar. Pero hay algo peor que esta falta de estudio: las comunidades se mencionan mucho, de manera confusa, y no sólo con desconocimiento de su naturaleza sino confundiéndolas con otras cosas que poco o nada tienen que ver con ellas. Desconocimiento generalmente extendido, incluso entre quienes cultivan la historia. Otro aragonés, don Vicente de la Fuente, uno de los pocos estudiosos de las viejas comunidades -hijos todos ellos de tierra comunera-, eligió como tema para su discurso de ingreso en la Academia de la Historia el de las comunidades aragonesas de Calatayud, Daroca, Teruel y Albarracín, «con harta extrañeza de los eruditos» -dice textualmente-, pues la mayoría de ellos no sabían que hubieran existido comunidades sino en Castilla y en tiempos de Carlos V; lo que era sencillamente ignorar por completo las viejas comunidades castellanas y aragonesas. Se habla mucho, en efecto, de las «comunidades de Castilla» a propósito del alzamiento generalmente llamado de los «comuneros» -que otros dicen de los «populares»- contra el emperador de la casa de Austria y su séquito de flamencos; lo que aumenta la confusión, porque aquel movimiento no fue exclusivo de Castilla ni de sus comunidades, ya que se extendió por el País vascongado, y también por tierras de León, Andalucía y Murcia que no conocieron las instituciones comuneras. Formar comunidad significa genéricamente en nuestra lengua reunirse para una actividad en común -como la que convinieron los «comuneros» de Castilla, León, Toledo, etc. frente a Carlos I de España y V de Alemanía-; y alzarse en comunidad es frase que se ha aplicado a todo levantamiento colectivo.
¿Qué eran estas comunidades o universidades?, ¿dónde existieron?, ¿cuándo y cómo surgen en nuestra historia? Muy difícil es responder a estas preguntas en pocas páginas; pero vamos a intentarlo, con los riesgos que ello implica.
Las comunidades castellanas y aragonesas eran fundamentalmente análogas a las repúblicas vascongadas, de que más adelante hablaremos, y a las instituciones populares de la Castilla cantábrica que acabamos de esbozar; muy semejantes también a las de algunas comarcas de Navarra, como-la Universidad del Valle del Baztán. En Castilla las encontramos desde los primeros tiempos de la Reconquista, empujando vigorosamente con sus milicias concejiles el avance hacia el sur y repoblando los territorios conquistados en las cuencas del Alto Duero, el Alto Tajo y el Alto Júcar: Nájera, Ocón, Burgos, Roa, Pedraza, Sepúlveda, Cuéllar, Coca, Arévalo, la grande de Ávila (con más de doscientos pueblos), la grande de Segovia (con más de ciento cincuenta pueblos), Madrid, Ayllón, la grande de Soria (con más de ciento cincuenta pueblos), Almanzán, Atienza, Jadraque, Guadalajara, la grande de Cuenca...
Las comunidades castellanas más importantes por su extensión eran las de Soria, Segovia, Ávila y Cuenca. La de Sepúlveda es famosa por su viejo fuero, que ya regía en la época condal y cuyo espíritu se extiende por el Aragón comunero, el de las grandes comunidades de Calatayud, Daroca y Teruel. Madrid fue cabeza de una pequeña comunidad antes de convertirse en corte de la monarquía española. Muy notable, tanto por la extensión de su territorio en ambas vertientes de la sierra de Guadarrama -«aquende y allende puertos», dicen los documentos antiguos-, como por su interesantísima historia civil, es la Comunidad de la Ciudad y Tierra de Segovia (nuestra ciudad natal), llamada también Universidad de Segovia y su Tierra, que todavía posee algunos buenos pinares, pequeñas reliquias del gran patrimonio comunero de siglos pasados. Ofrece la importante particularidad de que no tenía fuero escrito' -semejantemente a como Inglaterra, tan apegada a su peculiar democracia, no tiene constitución- y, con hondas raíces en el pueblo, se gobernaba por la costumbre y los acuerdos de su concejo. No cabe preguntar aquí si la legislación vale como testimonio fidedigno de la actividad colectiva, pues al no haber fuero escrito, las normas de la comunidad, consuetudinariamente observadas, eran la mejor expresión de la vida ciudadana. La Comunidad de la Ciudad y Tierra de Segovia resulta por todo ello valiosísima manifestación histórica del carácter nacional de la vieja Castilla.
Las Comunidades de Ciudad y Tierra, verdaderas repúblicas populares que dentro del reino de Castilla poseían los atributos de los estados autónomos de una federación, constituían los núcleos fundamentales de la estructura política y económica del estado castellano. He aquí resumidas -según lo que de la Fuente y Carretero y Nieva nos dicen de ellas- las características esenciales de las repúblicas comuneras:
Eran sociedades con funciones políticas mucho más amplias que las correspondientes a la vida municipal.
Tenían soberanía libre de todo poder señorial sobre un territorio de extensión muy variable que comprendía varios pueblos (a veces más de cien y aun de doscientos), municipios con vida propia y autonomía local dentro de la comunidad.
El poder de la comunidad emanaba del pueblo y tanto en ella como en los municipios de su tierra era ejercido por los concejos. Los alcaldes y los demás funcionarios de la comunidad y sus municipios eran de elección democrática. Las asambleas populares solían celebrarse en los atrios exteriores de las iglesias, tan característicos de esta parte de España, que desempeñaban así una función civil, o en la plaza pública « estando ayuntados a campana repicada según lo habemos por uso e costumbre de nos ayuntar», dice textualmente un acta concejil.
Los órganos de gobierno de las instituciones populares del estado (comunidades y municipios) eran en Castilla los concejos.. La palabra castellana concejo equivale a la alemana Rat y a la rusa soviet, El régimen político y administrativo de la vieja Castilla era, pues, el gobierno de los concejos. Estos eran elegidos en los pueblos por todos los vecinos con casa puesta (lo que los vascos llaman por voto fogueral o por hogares y vosotros, catalanes, decisperfocs). A los efectos de nombrar representantes en el concejo de la Comunidad, la Tierra (como solía llamarse el territorio comunero fuera de la Ciudad) estaba dividida en distritos administrativos que abarcaban varios pueblos (los cuales en Segovia se llamaban sexmos, y sexmeros, sus representantes o procuradores).
Las comunidades tenían fuero y jurisdicción únicos para todo su territorio. Los ciudadanos eran todos iguales en derechos, sin distingos por riqueza o linaje, según lo expresa claramente el precepto del Fuero de Sepúlveda que manda que no haya en la villa más de dos palacios, del rey y del obispo, y que todas las otras casas «también del rico, como del alto, como del pobre, como del bajo, todas hayan un fuero e un coto», es decir, una misma ley y una sola jurisdicción para todos (rudimentaria y sencilla, pero magnífica declaración de igualdad de los ciudadanos ante la ley); y el que ordena «al juez e a los alcaldes que sean comunales a los pobres, e a los ricos, e a los altos, e a los bajos»; y el que manda que «si algunos ricos omnes, condes o podestades, caballeros o infanzones, de mío regno o d'otro, vinieren poblar a Sepúlvega, tales calomnas hayan cuales los otros pobladores», es decir, a igual delito, la misma pena, quienquiera que fuere el culpable. Una restricción conocida y frecuente era que para ocupar algunos cargos del concejo (alcalde, capitán de las milicias concejales, etc.) había que ser caballero; pero en las viejas comunidades de Castilla se entendía por tal, sencillamente, al que mantenía caballo de silla para la guerra, presto a seguir el pendón de la comunidad; por lo cual se convertía en caballero todo vecino que lo adquiriese, y dejaba de serlo quien lo perdiera. La caballería castellana no era, pues, entonces un cuerpo aristocrático cerrado al pueblo. En el Poema del Cid se alude a la condición democrática de la caballería como cuerpo guerrero cuando nos cuenta cómo los peones de la tropa del Campeador se hacían caballeros con sus ganancias en la guerra:
Los que foron a pie - caballeros se facen.
En algunas comunidades aparece un señor, «señor de la villa» dicen algunos fueros. La misión de este funcionario puede definirse como la de un gobernador puesto por el rey en calidad de delegado suyo para los asuntos concernientes a las facultades reales, en su origen muy reducidas. Era generalmente alcaide o jefe militar de la fortaleza real, con poder limitado, pues aun en el caso de guerra la autoridad del monarca estaba condicionada, ya que las tropas comuneras, si bien bajo el mando supremo del rey o de su delegado, obedecen directamente a los capitanes nombrados por el concejo y siguen la enseña militar de éste. En los acuerdos que se conservan de las juntas de concejos comuneros no se ve intervención alguna del señor.
Las fuentes naturales de producción eran patrimonio de la comunidad, principalmente los bosques, las aguas y los pastos (que ocupaban lugar muy importante en la economía). Con esta propiedad colectiva coexistía la privada de las casas y las tierras de labor. También era propiedad de la comunidad el subsuelo: «salinas, venas de plata e de fierro e de cualquiera metallo», dice el Fuero de Sepúlveda. Ciertas industrias de interés general, como caleras, tejares, fraguas y molinos, eran con frecuencia propiedad de los municipios, que también tenían tierras comunales, por cesión que de ellas les hacia la comunidad para que atendieran a las necesidades municipales. Como el suelo era propiedad de la comunidad, ésta podía repoblarlo, y hay casos bien conocidos en que una comunidad puebla lugares de su territorio, creando dentro de ella nuevos municipios. Así la Comunidad de Segovia puebla El Espinar y cede gratuitamente algunos pinares a su municipio; y así también el Concejo de la Comunidad de Segovia concedió licencia a algunos vecinos para hacer nueva población en un lugar -hoy de la provincia de Madrid- que se llamó Sevilla la Nueva, por ser su primer alcalde Juan el Sevillano -natural de Sevilla-.
Punto muy interesante es el de la autoridad que las comunidades tenían sobre los municipios de su territorio. Estos, que disfrutaban de autonomía local, dependían en instancia superior de aquélla, que tenía el derecho de dirimir contiendas entre ellos, función que se llamaba de medianeto. Existen documentos que demuestran la autoridad del concejo de la comunidad sobre los de sus municipios, como una «carta de mandamiento» al Concejo del Espinar en la que se dice que el rey manda formar hermandad y viendo el Concejo de Segovia «que su pedimento era justo e cumplidero de se facer ansí» manda dar sus cartas de mandamiento en tal sentido a todos los concejos de la Tierra.
Las comunidades no eran, pues, mancomunidades o asociaciones más o menos transitorias o circunstanciales de municipios, como a veces se afirma, sino los núcleos políticos y económicos fundamentales de la vieja Castilla por encima de los cuales, en un escalonamiento de jurisdicciones y poderes, estaba la. corona y por debajo quedaban los municipios. El examen cuidadoso del funcionamiento de cualquiera de ellas lleva a esta conclusión, también apoyada por el hecho de que mientras son conocidos con detalle casos de fundación de nuevos municipios por una comunidad, no hay noticia alguna de creación de comunidades por la reunión de municipios.
La suprema autoridad del estado castellano residía en el rey, que debía ejercerla con sujeción a los fueros. Era tal el prestigio popular de éstos, que todavía la palabra 'desafuero significa en el lenguaje llano acto contrario a la razón o a las buenas costumbres. La justicia correspondía al monarca, pero en suprema instancia y con arreglo a «fuero de la tierra». Los ciudadanos de las comunidades elegían sus autoridades judiciales y no se les podía obligar a comparecer ante los oficiales del rey sin haberlo hecho previamente ante sus propios alcaldes.
Los concejos rechazaban los mandatos reales que estimaban contrarios a los fueros, de aquí la histórica frase castellana: «Las órdenes del rey son de acatar, pero no son de obedecer si son contra fuero»; que concuerda con la famosa fórmula del pase foral con que los guipuzcoanos rehusaban cumplir los decretos reales que consideraban atentatorios a su constitución foral.
Las comunidades poseían ejércitos con enseña propia y capitanes designados por ellas, milicias comuneras que seguían el pendón del concejo, símbolo de la autoridad militar de la comunidad. Así dice de la Fuente que comunidad prepotente de Castilla, con vasto y bien administrado territorio, era la de Segovia, cuyo corncejo podía poner en campaña cinco mil peones y cuatrocientos caballeros que tenían que ir en pos del pendón concejil. Y es muy interesante observar, frente a los que hablan de los supuestos perjuicios que las autonomías democráticas pueden acarrear a las cordiales relaciones entre los pueblos, que a pesar de que las comunidades contaban con estos ejércitos y de que no escaseaban los conflictos entre.ellas, jamás acudieron a las armas para dirimir sus diferencias, lo que contrasta con las frecuentes guerras que entre sí sostenían los señores poseedores de mesnadas.
Por último, las comunidades tenían una ciudad o villa como capital o sede permanente de su concejo, que desde ella gobernaba la Ciudad y la Tierra.
Reunían, pues, las comunidades todas las condiciones de una república autónoma aunque incorporada al reino de Castilla; y eran análogas, en las circunstancias de aquella época, a las repúblicas o estados federados que hoy integran lo que en Europa se suele llamar república federal y en América estados unidos.
Claramente se ve que las comunidades castellanas y aragonesas eran cosa distinta de los municipios medioevales de la España feudal; y que, gemelas de las instituciones de los estados vascongados, tenían también muchas semejanzas con las de la Castílla cantábrica, Castilla Vieja o la Montaña.
Tampoco hay que confundir las Comunidades de Castilla y Aragón con las comarcas de economía colectivista que existieron en otras partes de España, algunas muy interesantes en el reino de León (la Cabrera en la provincia de León, Sayago y Aliste en la de Zamora, Fuentes de Oñoro en Salamanca ... ), estudiadas por Costa en su «Colectivismo Agrario en Espafía»; tierras de explotación comunal, pero sin las libertades, autoridad y autonomía poritica propias de las repúblicas comuneras.
Como en todo lo referente a las Comunidades de Castilla domina una gran confusión -entre otras razones porque la cuestión en sus detalles es muy compleja-, hemos procurado aclarar conceptos prescindiendo de pormenores y simplificando la nomenclatura -variable en la realidad de unos lugares a otros-. Así, sabiendo lo que en Líneas generales eran las comunidades de ciudad o villa y tierra, hemos llamado concejos de comunidad o concejos comuneros a sus gobiernos representativos; municipios a las entidades con autonomía local que formaban parte de una comunidad, y concejos municipales a las juntas de gobierno de los municipios, último escalón en la estructura federal del estado castellano, o de la federación vascocastellana, como podríamos llamar en el lenguaje político de hoy al viejo reino de Castilla después de la unión a su corona de los estados vascongados.
A la estructura política de la vieja Castilla como unión -mediante el vínculo de la corona- de comunidades autónomas dentro de las cuales los municipios gozaban a su vez de autonomía, corresponde una idea de la patria -que hoy diríamos conciencia nacional- muy diferente de la que se desarrolla en los grandes estados centralizados y cuyas mayores semejanzas las encontramos en la Suiza de los cantones. La nacionalidad no es aquí uniforme y plana, sino tradicionalmente varia y a distintos niveles. Comienza en la comuna de origen, patria local, familiar, íntimamente conocida en su geografía y su historia; se extiende inmediatamente al cantón, pequeño estado -formado por varias comunas- con autonomía y gobierno propio, patria -regional, también cercanamente conocida y sentida -aunque no tan familiar como la comuna-; y se dilata por último hasta la nación suiza, cuyo estado todavía conserva, por apogeo a la tradición, el nombre de Confederación helvético, a pesar de que en realidad y constitucionalmente Suiza es una federación a la que todos los cantones, para fortalecer la unión, han cedido definitivamente parte de su soberanía. Esta idea de la nación como un escalonamiento de «patrias» que tiene su primer nivel en el municipio nativo era la tradicional de Castilla y el Pais vascongado (y en parte también de Navarra y Aragón). El segoviano era, en primer lugar, vecino de la ciudad de Segovia o de un municipio de su Tierra; después -pasando por el sexmo o división comarcal de la Tierra, en caso de pertenecer a ésta- ciudadano de la Comunidad de la Ciudad y Tierra de Segovia, pequeña república que comprendía la Ciudad y más de ciento cincuenta pueblos de la Tierra; lo que le hacia castellano u hombre de Castilla en sentido restricto -no de los otros reinos o estados con ella unidos-; y como tal y en última instancia español, es decir, miembro del gran conjunto de reinos, pueblos y países que para él era España. La similitud entre la estructura del estado castellano con sus concejos autónomos y la organización federal de Suiza ya fue señalada hace muchos años por Oliveira Martins en su notable História da Civilisaçao lbérica.
Las Comunidades de Ciudad o Villa y Tierra son instituciones propias de la Castilla y el Aragón celtibér;cos, que no se extienden por la Tierra de Campos, al occidente del rio Pisuerga -límite tradicional entre Castilla y León--, ni al sur del Tajo, por La Mancha. Hay razones políticas y antecedentes históricos que explican este hecho: el régimen señorial -eclesiástico y laico de los países de la corona de León, que después se extiende por Extremadura, La Mancha, Murcia y Andalucia, es incompatible con el popular y comunero de Castilla, el País vascongado, el Bajo Aragón y parte de Navarra. Existen también condiciones económicas propicias para el desarrollo de las repúblicas comuneras; que si la economía no es todo en la vida de los hombres y de los pueblos tampoco es posible prescindir de ella en el conocimiento de la historia y de los fenómenos sociales. La propiedad privada puede ser buena para el cultivo agrícola; pero las riquezas forestales y la ganadería trashumante se desarrollan bien en régimen de propiedad comunal e bosques y pastos. La propiedad y el usufructo colectivo de éstos eran, en efecto, las 'bases económicas de nuestras viejas comunidades. Esquemáticamente podríamos definirlas, en su forma primitiva, como repúblicas de pastores, quizás del linaje de aquellas tribus de la Celtiberia cuyo recuerdo asociamos con emoción desde nuestra niñez escolar al heroico fin de Numancia. Las llanuras leonesas y manchegas, en cambio, sustentaban economías y formas de propiedad muy diferentes a las de las sierras castellanas y aragonesas, lo que ayuda a explicar la ausencia en ellas de las instituciones comuneras.
Por otra parte, aquella repoblación democrática de Castilla por gentes libres e iguales que vivían de su trabajo, sin mantener a otras en servidumbre, tenía un límite natural determinado por el propio crecimiento demográfico-si crecimiento habla en aquellas duras circunstancias- pasado el cual toda expansión territorial de las comunidades era imposible por falta de pobladores. De aquí que la repoblación de Andalucia, La Mancha y Murcia lo fuera a la manera feudal leonesa, con señoríos laicos o eclesiásticomilitares y vasallos labradores, no pocos de éstos mozárabes provinientes del Andalus o parte de la población musulmana que permaneció bajo señores cristianos en los territorios conquistados; de aquí también que las concesiones del Fuero de Sepúlveda hechas en lugares, al sur del Tajo donde se establecieron pobladores castellanos (Puebla de D. Fadrique, Segura de León) y aun en tierra valenciana (Morella, adonde el fuero sepulvedano llegó a través de Aragón) apenas dejaran huella en su historia social: las condiciones del país no eran propicias para el arraigo de instituciones politicoeconómicas como las comunidades y sus concejos.
La singularidad, en Europa y dentro de España, de las instituciones democráticas de Castilla la señala bien Sánchez-Albornoz que muestra en contraste con ellas el triunfo de los señoríos -laicos y eclesiásticos- en Cataluña, Galicia, Asturias, Portugal y León, «incluso en los llanos leoneses situados al norte del Duero». «Sólo el País vasco, Euzcadi, tan unido a Castilla por lazos de sangre e historia -recalca don Claudio-, se hallaba también organizado democráticamente.»
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