Viejos
ANIMALES DE COMPAÑÍA
Yo mantuve una relación muy estrecha
con mis abuelos maternos, de manera que todavía cultivo un concepto reverencial
de la vejez por completo anacrónico. Pero tal vez porque gocé de un trato
cotidiano y continuo con mis abuelos –con los que conviví bajo un mismo techo
durante años– no cultivo la imagen almibarada que hoy se suele ofrecer de la
vejez, que en realidad es un barniz dulzón con el que se disimula
hipócritamente una realidad pavorosa que la plaga coronavírica ha dejado expuesta.
Escribía Cicerón en su célebre
tratado que los viejos suelen ser quisquillosos, pues «piensan que los
desprecian, que los tienen en poco, que se burlan de ellos». Sin duda en
tiempos de Cicerón habría gentes que despreciaban o escarnecían a los viejos;
sin embargo, los viejos eran también venerados como fuente de sabiduría e
incorporados a la vida pública, en muy diversas magistraturas, o siquiera como
consejeros de los gobernantes. En nuestra época, por el contrario, el desprecio
y la burla de los viejos están casi vedados públicamente; pero se trata de una
argucia farisaica que esconde un repudio inconcebible en la época de Cicerón.
No el repudio ocasional que en todas las épocas se ha producido (pues siempre
han existido hijos descastados que abandonaban a sus padres, como padres
desnaturalizados que abandonaban a sus hijos), sino un repudio generalizado,
colectivo, incluso institucional; un confinamiento o extrañamiento de la
llamada ‘tercera edad’ en un gueto o arrabal de desguace, al modo de chatarra
humana relegada a la irrelevancia pública, con frecuencia también a la soledad.
Por supuesto, tal relegamiento se edulcora con diversos placebos y aspavientos
emotivistas; pero la plaga coronavírica lo ha hecho más evidente que nunca.
Detrás de este maltrato a la vejez
se halla, por supuesto, el miedo invencible a la muerte que gangrena a las
sociedades desesperadas (sin fe en la vida de ultratumba), que necesitan
esconder los signos más evidentes de su proximidad. Y se halla la destrucción
concienzuda de la institución familiar, que no es sino la consecuencia lógica
del odio a la tradición que florece, a modo de moho, en las sociedades
desesperadas. Se ha borrado de la conciencia de nuestra época la concepción de
las sucesivas generaciones humanas como eslabones unidos de una cadena que se
brindan mutuamente apoyo y fortaleza. Para ayudar a los viejos a sobrellevar
los padecimientos propios de su edad, las sociedades todavía regidas por la
tradición contaban con una auténtica comunidad familiar que cuidaba de
ellos y los confortaba. Pero los hombres (¡y las mujeres, oiga!) de nuestra
generación consideran que su vida será más plena si rompen las cadenas de la
tradición y se convierten en eslabones sueltos y desvinculados. Así, nuestra
generación maldita se ha ‘independizado’ de la familia que reprime el libre
desarrollo de su personalidad, para convertirse cada individuo en una mónada
satisfechísima que ya no tiene que cargar con la rémora de sus viejos, a los
que aparca en uno de esos modernos morideros llamados ‘residencias’, que
durante esta plaga se han convertido en una ratonera tan eficaz al menos como
Stalingrado.
Y para que esta generación que ha
abandonado a sus viejos en los morideros, declinando las obligaciones de la
sangre, pueda dormir tranquila se ha impuesto una visión de la vejez como edad
excedente, sobrante, superflua. Una etapa de la vida odiosa, porque en ella
hace mucho frío y las pasiones que brindan color a la vida (a la vida bulímica
propia de las sociedades desesperadas) se apagan y los achaques se multiplican,
hasta amargar por completo los días, que así se convierten en un cúmulo
prescindible que conviene abreviar (sobre todo porque la soledad a la que
condenamos a los viejos torna los días y los achaques más insufribles). Y para
que esta consideración de la vejez como edad excedente triunfe (tanto en los
viejos que se resignan a languidecer como en los jóvenes que los aparcan en un
moridero), hay que borrar de las almas la noción cristiana de la vida como
drama, en la que la escena final es siempre la más importante, porque dota de
sentido todas las anteriores.
Y, una vez convertida
definitivamente en edad excedente, será más fácil llevar el desprecio a los
viejos hasta el límite (aunque, por supuesto, convenientemente embadurnadito de
compasión). Ya que la vejez no puede ser ‘curada’ mediante la medicina, la
medicina se debe encargar de apacentar a los viejos hasta los rediles de la
muerte, para que dejen de dar la murga. Porque, aparte de los morideros, esta
generación depravada también puede brindar a sus viejos el ‘derecho’ a la
eutanasia.
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