Sin solución
ANIMALES DE COMPAÑÍA
Aunque los
demagogos se llenen la boca con fórmulas tan mágicas como difusas, lo cierto es
que el llamado ‘problema catalán’, en las circunstancias presentes, no tiene
solución.
Se trata de
un problema irresoluble en el plano teórico, porque el concepto de
autodeterminación se halla inscrito en el ADN del liberalismo y de todas sus
ideologías sucedáneas, a derecha e izquierda. Frente al concepto de libertad
aristotélica, que es la capacidad que el ser humano tiene para obrar como se
debe dentro del ‘orden del ser’, la libertad liberal es la capacidad para
abandonar el orden del ser y autoafirmarse soberanamente a cada instante. O
sea, la «libertad del querer» de la que hablaba Hegel, una libertad «verdaderamente
infinita cuyo objeto no es para ella otro ni un límite, sino que es ella
misma». Esta libertad para configurar nuestra vida a nuestro antojo convierte a
cada persona en un monarca absoluto que puede independizarse de su familia
(divorcio), de la vida que se gesta en sus entrañas (aborto), de su propio
cuerpo (cambio de sexo), incluso de su propia vida, asegurando además que
alguien le ayude a hacerlo (eutanasia). Y, destruyendo el orden
ontológico, esta libertad que se autodetermina a cada instante ha destruido
toda forma de vida comunitaria auténtica. La sociedad liberal, al no
reconocer un ‘orden del ser’, suplanta los vínculos naturales entre las
personas por vínculos puramente contractualistas, dando lugar a una forma de
coexistencia horrenda, una sórdida ‘disociedad’ por mera agregación de
individuos que se soportan a duras penas, en virtud de un ‘contrato social’
vigilado por leyes y otras medidas coercitivas. En esta ‘disociedad’ crecen
personas cada vez más solipsistas, cada vez más infatuadas del supermercado de
derechos que les permite independizarse de su cónyuge, de su hijo gestante, de
su entrepierna, de su vida.
¿Alguien en
su sano juicio piensa que en una ‘disociedad’ así, donde cada persona puede
independizarse del ‘orden del ser’ cuando le apetezca, se puede evitar de
forma convincente que los catalanes se independicen del resto de España, si así
les apetece? Es tan demencial como exigirle a una persona a la que antes hemos
permitido que se alimente de excrementos que no eructe. Para evitarlo se podrá,
desde luego, aplicar leyes también contrarias al orden del ser, ese barrizal
positivista que algunos cínicos llaman ‘Estado de Derecho’. Y se podrá evitarlo
también, desde luego, repartiendo leña cada vez que se monte una algarada en
las calles de Barcelona. Pero el veneno que ha pisoteado el orden del ser,
destruido la vida comunitaria y emponzoñado el concepto de nación permanecerá
incólume. Y quienes tratan de reducir sus efectos disgregadores con delirios
uniformizadores no harán sino acrecentar el sentimiento separatista. Porque
España nunca fue una ‘nación de gentes libres e iguales’, sino diversas
naciones de gentes diferentes, vinculadas por un ideal espiritual común.
Sólo cuando
reneguemos del concepto nefasto de libertad liberal y aceptemos un ‘orden del
ser’ podrá solventarse el problema catalán. Entretanto, además, será también
irresoluble en el plano práctico, porque nuestros gobernantes (o quienes
aspiran a sucederlos) son demagogos de la peor calaña, ventajistas que sólo rinden
culto a las encuestas, gentecilla vacua e inane sostenida sobre currículos
apócrifos y doctorados de chichinabo, botarates con ínfulas que sólo destacan
por su tacticismo maniobrero, sin percepción alguna del bien común, con una
visión gallinácea que sólo atiende al interés de su secta. Cuando hayamos
renegado de esa libertad venenosa que ha destruido la vida comunitaria y nos ha
convertido en masa cretinizada y satisfecha de su degeneración sin otro ideal
que la esclavitud confortable, podremos aspirar a estar gobernados por hombres
nobles capaces de solucionar el ‘problema catalán’.
¿Y qué es un
hombre noble? Leonardo Castellani lo definía así: «Es un hombre de corazón. Es
un hombre que tiene alma para sí y para otros. Son los capaces de castigarse y
castigar. Son los que en su conducta han puesto estilo. Son los que no piden
libertad sino jerarquía. Son los que se ponen leyes y las cumplen. Son los
capaces de obedecer, de refrenarse y de ver. Son los que odian la pringue
rebañega. Son los que sienten el honor como la vida. Los que por poseerse
pueden darse. Son los que saben cada instante las cosas por las cuales se debe
morir. Los capaces de dar cosas que nadie obliga y abstenerse de cosas que
nadie prohíbe».
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