martes, 19 de febrero de 2019

ORO, PLATA Y BRONCE (Juan Manuel de Prada)

ORO, PLATA Y BRONCE
Juan Manuel de Prada
La igualdad de oportunidades, tan necesaria para el sostenimiento de una sociedad sana, se ha degradado en un igualitarismo envilecedor
fueron los hindúes los primeros en clasificar a los hombres en tres grupos, dependiendo de la fuerza invisible predominante en sus vidas: Satva, Raja y Tama. Sátvicas serían, pues, las personas dotadas de un gran intelecto especulativo. Rajásicas serían las personas de inteligencia práctica (lo cual no implica que su inteligencia sea menor, sino que se aplica más a los medios que a los fines). Tamásicas, en fin, serían las personas que no destacan intelectualmente, aunque pueden estar muy dotadas de lo que llamamos ‘sentido común’, así como de grandes habilidades y destrezas.

En la República de Platón encontramos un pasaje que propone una división de los seres humanos en tres tipos que nos recuerda esta clasificación hindú. En él, se nos cuenta que, cuando los dioses moldearon a los hombres, introdujeron diversos metales en sus almas: oro en las almas de quienes estaban capacitados para mandar, plata en las almas de sus auxiliares, bronce en las almas de los artesanos. Y añade Platón: «Puede darse el caso de que nazca un hijo de plata de un padre de oro o un hijo de oro de un padre de plata o que se produzca cualquier otra combinación semejante. Pues bien, el primero y principal mandato que tiene impuesto la divinidad sobre los magistrados ordena que, de todas las cosas en que deben comportarse como buenos guardianes, no haya ninguna a que dediquen mayor atención que a las combinaciones de los metales de que están compuestas las almas de los niños. Y si uno de estos, aunque sea su propio hijo, tiene en la suya parte de bronce o de hierro, el gobernante debe estimar su naturaleza en lo que realmente vale y relegarle, sin la más mínima conmiseración, a la clase de los artesanos. O, al contrario, si nace de estos un vástago que contenga oro o plata, debe apreciar también su valor y educarlo como guardián en el primer caso, o como auxiliar en el segundo, pues, según un oráculo, la ciudad perecerá cuando la guarde el guardián de hierro, o de bronce».


En este breve párrafo se condensan los dos objetivos primordiales de todo proyecto educativo cabal; dos objetivos plenamente congruentes que, sin embargo, nuestra época considera incompatibles. Por un lado, la necesidad de una educación que haga caso omiso de la procedencia social de los alumnos. Por otro, la obligación de atender a las aptitudes de esos alumnos, para que quienes están mejor dotados puedan tener acceso a las mayores responsabilidades y para que quienes están peor dotados sean –repetimos la palabra que Platón emplea– «relegados», así sean hijos del hombre más rico y poderoso. Resulta muy significativo que estos dos objetivos, que para Platón estaban íntimamente unidos, hoy se pretendan presentar como irreconciliables. Se acepta que los beneficios de la educación se extiendan a las clases sociales más menesterosas; en cambio, no se acepta que exista una selección educativa en función de méritos y capacidades. La igualdad de oportunidades, tan necesaria para el sostenimiento de una sociedad sana, se ha degradado en un igualitarismo envilecedor que pretende que quienes tienen bronce en el alma puedan ocupar el puesto que corresponde a los que tienen oro. Se trata de una subversión monstruosa, causa principal de la decadencia de nuestras sociedades, que encumbran a los mediocres, incluso en ámbitos especialmente delicados, como el intelectual y artístico, y no digamos en el político, con las consecuencias calamitosas por todos conocidas.

Observaba Tocqueville en La democracia en América que «la igualdad produce dos tendencias: la una conduce directamente a los hombres a la independencia; la otra les conduce por un camino más largo y más secreto, pero más seguro, hacia la servidumbre». No cabe duda alguna de que nuestra época ha decidido tomar el camino de la servidumbre, que acaba inevitablemente cristalizando en lo que el propio Tocqueville denomina «la tiranía de la mayoría», que impone un igualitarismo castrante y una subversión de todas las jerarquías, hasta terminar desembocando en el caos social. Y esta pasión igualitaria se torna todavía más monstruosa cuando se mezcla con la obsesión por el bienestar, que convierte a los seres humanos en victimistas afanosos de obtener ventajas y comodidades materiales semejantes a las de su vecino, lo que constituye el caldo de cultivo idóneo para la afloración de todo un catálogo de «bajas pasiones», entre las que Tocqueville cuenta «la vanidad, la envidia, el presentismo y la melancolía». Así, las sociedades que no saben distinguir y jerarquizar los metales acaban devorándose a sí mismas.



 

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