No te preocupes, a ti no te afecta,
por Jorge Soley
La nueva ortodoxia de la ideología de género y el aborto se abre paso en nombre
de la libertad, pero señala como fanáticos e intolerantes a todos los que se atreven
a discrepar en público.
¿Cuántas veces hemos oído aquello de que “no te preocupes, a ti no te afecta, que cada uno viva a su
manera y todos contentos”? Una sarta de frases hechas que a duras penas tratan de camuflar la realidad.
Ocurre con el aborto, que no solo elimina a un tercero inocente, sino que va corrompiendo una sociedad
que prefiere mirar hacia otro lado y hacer como si no supiera que cada año son asesinados decenas
de miles de seres humanos indefensos.
También ha ocurrido con la cuestión del matrimonio entre personas del mismo sexo: una vez más se
nos decía que de lo único que se trataba era de satisfacer los deseos de unas pocas personas a quienes
no podíamos negar la felicidad… al fin y al cabo nosotros podríamos seguir viviendo tranquilamente,
como siempre. Mentían, una vez más. No es sólo que al redefinir el matrimonio nos impiden acceder a
esa más que milenaria institución, es que cada vez es más difícil mostrarse contrario al matrimonio
entre personas del mismo sexo y no ser considerado un delincuente.
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Vivir al margen del matrimonio entre personas del mismo sexo es ya casi imposible y asistimos al
desarrollo de su naturaleza expansiva: se mete en nuestras vidas sin que podamos hacer nada por evitarlo.
Así ha sucedido con el famoso caso del pastelero estadounidense Jack Philips, pero el homosexualismo
no va a dejar ningún ámbito libre de su influencia: desde restaurantes a colegios o universidades, todo
espacio público está siendo alterado por lo que el Estado ha decretado que es la nueva definición de
matrimonio. No se contentan con destruir el matrimonio natural sino que nos obligan a vivir como si
la gran mentira del matrimonio entre personas del mismo sexo fuera verdad.
“¿Sorpresa al descubrir lo que la Iglesia Católica proclama a los cuatro vientos desde hace siglos?”
Un caso reciente ilustra a la perfección esta nueva “normalidad”. Ha ocurrido en Filadelfia: una agencia
de adopción, la Catholic Social Services, quedó segunda en la clasificación que se establece entre las 28
agencias de adopción que operan en la ciudad. Y cuando se trata de encontrar un hogar para niño
s problemáticos, la CSS obtiene el primer lugar. Uno esperaría un reconocimiento, una distinción,
el homenaje de la ciudad ante una agencia que aporta tanto a la comunidad en la que desarrolla
su labor. Pues ha sucedido todo lo contrario: ha sido suspendida por el ayuntamiento de Filadelfia.
¿El motivo? No entrega niños a parejas del mismo sexo porque considera que ése no es un
entorno apropiado para el desarrollo del menor que está bajo su responsabilidad (algo que
muchos pensamos sin ser por ello ni malvados ni homófobos).
Lo curiosos del caso es que la CSS no ha recibido ni una sola queja por parte de una pareja homosexual
(probablemente porque tienen acceso a los niños en adopción de las 27 restantes agencias que operan en
Filadelfia). Pero no se trata aquí del desempeño, sino de obligar a todos a pasar por el aro del nuevo
dogma estatal. El alcalde de Filadelfia declaró que “no podemos usar recursos públicos para
financiar organizaciones que discriminan contra quienes han contraído un matrimonio de
l mismo sexo. Simplemente, no es justo”, y en un alarde de cinismo el ayuntamiento expresó su
sorpresa por descubrir que esta agencia católica tiene “políticas basadas en sus creencias que
excluyen la entrega de niños en adopción a parejas del mismo sexo”. ¿Sorpresa al descubrir lo
que la Iglesia Católica proclama a los cuatro vientos desde hace siglos?
En realidad lo que está ocurriendo era bastante previsible: el juez del Supremo, Samuel Alito, ya expresó
su preocupación, a raíz de la sentencia Obergefell, de que la redefinición legal del matrimonio sería “usada
para vilipendiar a los estadounidenses que no están dispuestos a aceptar la nueva ortodoxia” y pronosticó
que la sentencia “sería aprovechada por aquellos que están decididos a acabar con cada vestigio de
disidencia”.
Concluía proféticamente Alito: “Asumo que aquellos que se aferran a las viejas creencias podrán
susurrar sus pensamientos en los rincones de sus hogares, pero si repiten estos puntos de vista en
público, correrán el riesgo de ser etiquetados como fanáticos intolerantes y tratados como tale
s por gobiernos, empleadores y escuelas”.
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