- ¿Una España de cuerpo presente?
Enviado por: Agencia FARO <agenciafaro@carlismo.es>
Madrid, 21 octubre 2017, San Hilarión, abad; Santa Úrsula y compañeras, vírgenes y mártires. De otra parte, el pueblo español sigue siendo profundamente religioso. Como dice Vázquez de Mella, en España incluso los librepensadores y ateos colocan "la cuestión religiosa sobre todas las cuestiones (..) Un anticlerical español no tiene parecido con ninguno otro en el mundo. Es capaz de aplaudir a Almanzor porque trasladó a la Aljama de córdoba las campanas de Compostela; tienen un odio sin semejante; pero no les preocupa nada en el mundo como la cuestión religiosa; son, sin pretenderlo, teólogos al revés".
No son signos muy alentadores, pero quizás no son peores que la fría indiferencia europea. Porque significan que lo que deja indiferentes a los españoles es la doctrina sobre la cual se asienta oficialmente el actual régimen político. Pero no lo que es verdaderamente importante, no su tradición católica que no sólo aflora, por oposición, en la incontinencia de los ataques a la religión por parte de los incrédulos, sino en la pasividad de los creyentes, sólo explicable por el respeto a los eclesiásticos actuales, cuya autoridad confunden con la de la Iglesia.
Cuando las cosas se pongan más feas, cosa bien posible, quizás muchos españoles se den cuenta de que esos eclesiásticos, educados en las ambigüedades conciliares, ignoran la doctrina natural y católica sobre sus deberes sociales. Sólo esa ignorancia puede excusar a los cientos de sacerdotes catalanes que se muestran favorables a "su identidad", desconociendo lo que dice Santo Tomás sobre las sediciones. La sedición, caracterizada porque una parte de la sociedad siembra la discordia y se prepara para la lucha contra la utilidad, o bien común, de la sociedad, es, según Santo Tomás, un pecado especial contra la caridad y más concretamente contra la unidad y la paz, que constituyen una parte principalísima del bien común de la sociedad temporal. La sedición, es siempre un pecado mortal que cometen, ante todo, los que siembran la discordia, pero también los que les secundan. En cambio no lo cometen quienes defienden la unidad y la paz de la sociedad (S. T., II, II, 34, int.; 42, 1, c. y 2, c.).
Y desde el momento en que los españoles empiecen a cumplir sus deberes patrióticos, sin necesidad de recibir las bendiciones de sacerdotes políticamente descarriados o de los obispos que, hechas honrosísimas excepciones, se conforman con emitir vaguedades, entonces empezará a vislumbrarse hasta dónde puede llegar la vitalidad interior de nuestra sociedad en su propia defensa. Vislumbre orlado de esperanza que bien puede agostarse en muy breve plazo, si se piensa que con asistir a las concentraciones ya se cumplido con el deber. Hay que asistir a esas concentraciones. Pero se ha de tener en cuenta que respecto del poder establecido tales manifestaciones quieren reclamar una acción que repugna a ese poder oficial, a ese poder que se asienta en la voluntad popular y la Constitución, a ese poder que desprecia radicalmente la tradición española. En dicho sentido son inútiles. Respecto de los que asisten a ellas, son perniciosas, si se piensa que con la reclamación ya se ha hecho lo que se podía; pero, si no es así, las manifestaciones pueden ser un comienzo, una incitación, una toma de conciencia, que debe verse seguida de una acción costosa, de una entrega permanente, hasta que, a espaldas del poder, se logre lo que pide San Pío X en su novena de la Inmaculada: "que, en medio de tantos peligros, la Iglesia y la sociedad cristiana canten una vez más el himno de la liberación, de la victoria y de la paz".
No son signos muy alentadores, pero quizás no son peores que la fría indiferencia europea. Porque significan que lo que deja indiferentes a los españoles es la doctrina sobre la cual se asienta oficialmente el actual régimen político. Pero no lo que es verdaderamente importante, no su tradición católica que no sólo aflora, por oposición, en la incontinencia de los ataques a la religión por parte de los incrédulos, sino en la pasividad de los creyentes, sólo explicable por el respeto a los eclesiásticos actuales, cuya autoridad confunden con la de la Iglesia.
Cuando las cosas se pongan más feas, cosa bien posible, quizás muchos españoles se den cuenta de que esos eclesiásticos, educados en las ambigüedades conciliares, ignoran la doctrina natural y católica sobre sus deberes sociales. Sólo esa ignorancia puede excusar a los cientos de sacerdotes catalanes que se muestran favorables a "su identidad", desconociendo lo que dice Santo Tomás sobre las sediciones. La sedición, caracterizada porque una parte de la sociedad siembra la discordia y se prepara para la lucha contra la utilidad, o bien común, de la sociedad, es, según Santo Tomás, un pecado especial contra la caridad y más concretamente contra la unidad y la paz, que constituyen una parte principalísima del bien común de la sociedad temporal. La sedición, es siempre un pecado mortal que cometen, ante todo, los que siembran la discordia, pero también los que les secundan. En cambio no lo cometen quienes defienden la unidad y la paz de la sociedad (S. T., II, II, 34, int.; 42, 1, c. y 2, c.).
Y desde el momento en que los españoles empiecen a cumplir sus deberes patrióticos, sin necesidad de recibir las bendiciones de sacerdotes políticamente descarriados o de los obispos que, hechas honrosísimas excepciones, se conforman con emitir vaguedades, entonces empezará a vislumbrarse hasta dónde puede llegar la vitalidad interior de nuestra sociedad en su propia defensa. Vislumbre orlado de esperanza que bien puede agostarse en muy breve plazo, si se piensa que con asistir a las concentraciones ya se cumplido con el deber. Hay que asistir a esas concentraciones. Pero se ha de tener en cuenta que respecto del poder establecido tales manifestaciones quieren reclamar una acción que repugna a ese poder oficial, a ese poder que se asienta en la voluntad popular y la Constitución, a ese poder que desprecia radicalmente la tradición española. En dicho sentido son inútiles. Respecto de los que asisten a ellas, son perniciosas, si se piensa que con la reclamación ya se ha hecho lo que se podía; pero, si no es así, las manifestaciones pueden ser un comienzo, una incitación, una toma de conciencia, que debe verse seguida de una acción costosa, de una entrega permanente, hasta que, a espaldas del poder, se logre lo que pide San Pío X en su novena de la Inmaculada: "que, en medio de tantos peligros, la Iglesia y la sociedad cristiana canten una vez más el himno de la liberación, de la victoria y de la paz".
Así termina la tercera y última parte de "¿Una España de cuerpo presente?" artículo del profesor José Miguel Gambra, Jefe Delegado de la Comunión Tradicionalista, que ha aparecido en la web Carlismo.es. Lectura obligada para quienes se preocupen por la situación actual, por el grave riesgo de pérdida de la unidad de España (o de lo que queda de España) y por el quehacer que tenemos ante nosotros. Puede leerse completo haciendo clic sobre estos títulos:
No hay comentarios:
Publicar un comentario