Enviado por José Antonio Sierra
Genoma y Nacionalismo
por Joaquín Sama
GENOMA Y NACIONALISMO
Es conocido que los
nacionalismos constituyen un fenómeno complejo, cuyo origen se debe a factores
de tipo cultural, económico, geográfico, lingüístico, religioso y a otras
causas que sería prolijo enumerar. No obstante, desde mi punto de vista, existe
una pulsión preliminar a todas esas causas, en realidad, auténticas coartadas
que enmascaran lo que subyace en verdad en cada uno de nosotros, pulsión que trataré de exponer a
continuación:
Durante el prolongado desarrollo de las distintas
familias de homínidos que nos precedieron a lo largo de la historia evolutiva
de nuestra especie, iniciada hace más de cuatro
millones de años, los miembros de aquellas familias de homínidos
vivieron, cazaban, se apareaban, mantuvieron luchas y se desplazaban en grupos
de unos treinta individuos hasta hace aproximadamente unos ocho mil años,
periodo de tiempo que a la escala de veinticuatro horas representaría sólo los tres últimos
minutos de un día.
Aquellos grupos
primigenios de homínidos se dedicaron durante miles de generaciones, en su
condición de cazadores-recolectores, a buscar el alimento que les brindaba el
hábitat. Según la riqueza de éste, climatología, la incidencia de enfermedades,
parasitosis, luchas con grupos rivales, etc., ese número aumentaba o disminuía
transitoriamente, alcanzando la estabilidad demográfica en torno a esa cifra,
dato al que se ha llegado tras rigurosos estudios de genética de poblaciones,
fisiología humana, paleontología, antropología, ecología, etc.
¿Qué limitaba la
formación de grupos con un gran número de individuos? Sin duda el rápido agotamiento de los recursos,
mientras que la existencia de grupos muy reducidos, y más aún, de individuos
aislados, resultaba inviable en aquel
medio hostil, donde merodeaban los grandes felinos, dedicados en buena medida a
la caza de aquel indefenso antepasado nuestro -la existencia de cráneos de
homínidos con señales de haber muerto en las fauces de felinos así lo
certifican-, sin grandes dotes de corredor, carente de garras o afilados
colmillos, que sólo en grupo, con los
machos al frente lanzando ramas, piedras y alaridos en defensa de sí mismos, de
las hembras y las crías, tenía posibilidades de sobrevivir ante el ataque de poderosos felinos en medio
de las llanuras africanas.
Pero con toda probabilidad
no todo el riesgo procedería de los
depredadores. El factor más inquietante debió provenir de aquellos otros grupos
de homínidos con quienes se disputaban continuamente el territorio, las
hembras, la caza, el agua... Caer en manos rivales podía significar en muchos
casos convertirse en una fuente de alimentación
más como acreditan los hallazgos de Atapuerca, que a tan sólo
trescientos mil años de nosotros, evidencian inequívocos signos de canibalismo
en los restos óseos encontrados.
Ante los peligros mencionados y
otros muchos existentes en aquel medio
primitivo, la tendencia a formar grupos cohesionados fue un factor
imprescindible para la supervivencia y, de tal importancia, que pronto quedó
incorporado en el código genético de la especie, transmitiéndose como pauta de
conducta heredada al igual que se transmiten los caracteres morfológicos.
La percepción de los
grupos ajenos al nuestro como antagonistas, inquietantes, merecedores de rechazo,
fue un aprendizaje adquirido por los múltiples encuentros con hordas rivales a
lo largo de milenios y, necesario es saberlo, constituye aún hoy la base del
racismo y la xenofobia al haber quedado de igual forma impreso en nuestro
código genético. Al mismo tiempo se fue desarrollando el tan necesario
contrapunto a la rivalidad: el altruismo recíproco, característica también
grupal e igualmente determinada por los genes, verdad científicamente validada incluso
con algoritmos matemáticos.
Hace ocho mil años el
hombre descubrió la agricultura. Esta actividad productiva le permitió formar
grandes tribus, de millones de individuos. La abundancia de alimentos lo hizo
posible, se diversificó el trabajo, se crearon grandes urbes y naciones. Es más,
con el desarrollo de los medios de transporte, cada vez más rápidos, las redes
de información, las multinacionales, las interconexiones financieras y de todo
tipo, en la actualidad se vislumbra la posibilidad, aún remota, de que la
Humanidad termine por unificarse en una única nación sobre el planeta Tierra,
lo que se ha dado en llamar la Aldea Global. Las superestructuras económicas,
productivas y de la información desarrolladas marcan esa tendencia, por lo que
se comienzan a crear estados supranacionales como la Comunidad Económica
Europea. Las viejas luchas tribales podrían llegar algún día a ser desterradas
para siempre.
Tan solo ocho mil años
han sido necesarios para desarrollar todo este enorme avance socioeconómico.
Sin embargo, ocho mil años en el desarrollo evolutivo de una especie es un
tiempo inapreciable, en extremo breve, -solo tres minutos de los 1440 que tiene
el día-, para que las bases genéticas de
la conducta se hayan podido adaptar a la
nueva situación creada por la cultura, cuya evolución es muchísimo más rápida que la del genoma. De
ahí el desfase entre una y otra. El
siguiente ejemplo puede ilustrar esta situación: los niños temen instintivamente
a las serpientes sin haberlas visto con anterioridad porque durante miles de
años el encuentro con ellas nos ha dejado esa huella genética; en cambio, aún
no ha habido tiempo suficiente para desarrollar miedo congénito a los enchufes
de la electricidad que constituyen
actualmente un peligro más común.
El nacionalismo, que todos llevamos
impreso en los genes por aquella necesidad de cohesión grupal, es una expresión
más de ese desfase entre evolución cultural y evolución genética. Por un lado
el genoma nos predispone a formar grupos pequeños, a cohesionarnos en grupos reducidos. La
dirección que señala es la siguiente: estado supranacional, nación, provincia,
ciudad, barrio, y comunidad de vecinos o círculo de amigos, curiosamente unos
treinta, como nuestros ancestros. Por
otro lado la evolución socioeconómica que ha posibilitado la cultura indica de
forma inexorable el sentido contrario: comunidad de vecinos, barrio, ciudad,
provincia, nación, estado supranacional, humanidad global.
Pero mientras el
raciocinio, que atenúa las emociones y acrecienta la objetividad, nos está
diciendo que la evolución social es imparable y retroceder a la tribu absurdo,
la emoción programada genéticamente en la región límbica cerebral, en el
cerebro reptiliano, la zona más arcaica de nuestro encéfalo, nos sigue dirigiendo
de modo tozudo en la antigua dirección, a cohesionarnos en grupos reducidos como
hacían nuestros antepasados. El sentimiento nacionalista es justamente esa
ancestral emoción que al añadirle contenidos intelectivos elevamos al rango de
sentimiento, a partir del cual se elaboran los idearios nacionalistas y
excluyentes en sus distintas manifestaciones, por desgracia tan de actualidad.
El problema se
acrecienta gravemente por la existencia de líderes políticos que por desconocer
la naturaleza arcaica del sentimiento nacionalista, que ellos padecen de forma
exacerbada, no solo no alcanzan a ver lo que supone de regresivo semejante
atavismo, sino que incluso se muestran orgullos de arrastrar en si mismos tal
servidumbre, cuando en el momento histórico que vivimos lo inteligente seria
trabajar para construir entre todos la Aldea Global, desterrando para siempre
los sentimientos tribales.
Desde una perspectiva
evolucionista el vanagloriarse de ser nacionalista antes que universalista, es
decir, por no haber superado ese atavismo, es equiparable a sentir satisfacción
no por tener atrofiado el coxis, esa cadena de pequeños huesos que todos
tenemos al final de la columna vertebral, un rabo atrofiado, otro atavismo de
nuestro pasado evolutivo, sino por poseer un coxis tan desarrollado que nos
permitiera exhibir una hermosa cola. El rabo sin duda fue muy útil durante una
etapa de nuestra historia biológica para sujetarnos a los árboles y proteger
nuestras zonas pudendas, ahora no tiene utilidad alguna; la hipertrofia
nacionalista que nos retrotrae a lo tribal, como hemos visto, también fue útil
en el pasado para protegernos en grupos reducidos; ahora solo es origen de
graves conflictos que frenan el desarrollo de la Humanidad.
Aflige observar que
mientras a la ignorancia de esos políticos, se una la actitud ególatra con que
actúan, ofuscados por su otra gran pasión, el poder, cuya máxima cuota solo se
sienten capaces de alcanzar entre correligionarios, a quienes exacerban
arcaicas emociones, con favoritismos partidistas y desprecio hacia los que piensan diferente,
tergiversando la historia, sobrevalorando supuestas diferencias y un largo
etcétera de despropósitos en busca de la mayor glorificación personal, esta
versión maléfica de aquella primitiva pulsión
continuará siendo utilizada para sus espurios fines.
JOAQUÍN SAMA
Psiquiatra