sábado, 11 de abril de 2015

La izquierda capitalista


La izquierda capitalista


Ignacio San Miguel

 


La persistencia de un capitalismo incólume en una sociedad de la que han desaparecido los valores que se llamaron burgueses de forma interesada, ha de desanimar al revolucionario auténtico.

La antigua creencia de que la izquierda defiende a los menesterosos y la derecha a los ricos no deja todavía de tener alguna vigencia entre bastante gente sencilla y muchos intelectuales progredecadentes que no tienen nada de sencillos y sí mucho de resentidos. Claro está que la vigencia que tal idea tiene en estos últimos es simplemente utilitaria (ya que no creen en ella) y está derivada exclusivamente de su resentimiento. Y si hay un guerra civil de por medio, como en España, el resentimiento ha de ser mucho mayor.


Pero si existen motivos para ese rencor, también los hay para que se sientan satisfechos. Es lógico que les encolerice la perdurabilidad del capitalismo, pero otras cosas que deseaban que se derrumbasen, de hecho se han derrumbado. Pero esto no acaba de contentarles, pues su fin último no era ese.


La teoría tradicional marxista es que si se genera un cambio en las condiciones económicas (infraestructura) de una sociedad, esto ha de conllevar un cambio en el pensamiento y la moral (superestructura) de los hombres de esa sociedad. La revolución ha de iniciarse, pues, desde abajo, con la destrucción de la infraestrucura económica capitalista. De esta revolución, ha de surgir un hombre nuevo.


Ya por los años veinte surgieron teóricos del marxismo que disintieron de esta estrategia. El húngaro György Lukács y también el italiano Antonio Gramsci, al analizar fríamente la realidad de la sociedad soviética, coincidieron en un diagnóstico pesimista: el hombre nuevo no estaba surgiendo del nuevo régimen comunista. La sociedad había sido subvertida mediante la violencia, pero ésta únicamente había afectado a su corteza externa. El hombre seguía siendo el mismo. Los valores burgueses del cristianismo persistían en las almas. Era ahí donde había que actuar: en las almas. Y era ilusorio pensar en una traslación de la revolución soviética a los países de Occidente, como no fuese mediante revoluciones sangrientas, y era igualmente utópico pensar en ello. El capitalismo no estaba empobreciendo al proletariado, sino al revés, y no era realista contar con este proletariado demasiado conformista para meterse en revoluciones.


Había que actuar sobre la cultura. Desarraigar los valores cristianos, el arma suprema de la burguesía. Actuar en medios de comunicación, en Universidades, en editoriales, en el cine; ir cambiando la mentalidad de la gente. Es decir, actuar directa y primordialmente sobre la superestructura de la sociedad. Una vez conseguido el cambio cultural mediante esta revolución incruenta, el poder “caería en el regazo marxista como fruta madura”, decía Gramsci.


Lukács y otros miembros del Partido Comunista alemán fundaron en 1923 un Instituto Marxista con sede en la Universidad de Frankfurt. Pronto recibió el nombre de Escuela de Frankfurt. Con la llegada de Hitler al poder, sus miembros tuvieron que emigrar y lo hicieron a Estados Unidos. Con el patrocinio de la Universidad de Columbia instalaron en Nueva York su nueva Escuela de Frankfurt y se dedicaron activamente a minar los valores de la nación que les había acogido. Miembros prominentes fueron Max Horkheimer, Theodor Adorno, Erich Fromm, Wilhelm Reich, Herbert Marcuse.


Sus teorías consiguieron fácil arraigo entre los liberales que entonces estaban en auge bajo la presidencia de Franklin Delano Roosevelt. La semilla fructificó. Paralelamente, en Europa, esta variación o derivación de la teoría marxista fue preparando a las generaciones sucesivas. En resumen, la cultura occidental cristiana fue minándose progresivamente. El proceso llegó a su florecimiento durante los años sesenta, con la revolución del 68, los hipis y la contracultura. En las décadas siguientes acrecieron los supuestos avances progresistas con la legalización del aborto, la permisividad respecto de la droga, la dignificación del homosexualismo, el desprestigio de los valores tradicionales y las figuras históricas, etc., pudiéndose afirmar que lo vigente en la actualidad en las sociedades occidentales es precisamente la contracultura, bajo el nombre de progresismo.


Dado que la raíz de este proceso es el marxismo, en buena lógica debieran los marxistas estar satisfechos. No hay duda de que las ideas izquierdistas predominan en cualquier expresión cultural. No es de extrañar que en el campo de la política, los partidos de derecha hayan aceptado la mayor parte de los presupuestos culturales izquierdistas, ya que los partidos aspiran a ser un reflejo de la sociedad y no a reformar ésta, por lo que se amoldan a las directrices marcadas por los hacedores de opinión izquierdistas. Hoy en día no existen grandes diferencias entre los partidos de izquierda y de derecha en el plano de las costumbres.
Pero hay que comprender que el auténtico revolucionario marxista no puede estar conforme con esta situación. Porque no se ha cumplido la profecía de Gramsci: “el poder caerá en el regazo marxista como fruta madura.” Es decir, la estructura capitalista se derrumbará y el poder pasará a los comunistas.


Esto no ha ocurrido. Por el contrario, la Unión Soviética sí que se ha derrumbado y el sistema comunista se ha esfumado en sus territorios y el de los satélites. Y el capitalismo ha salido triunfante como nunca lo estuvo hasta la fecha. Porque han desaparecido tanto los enemigos ideológicos como las trabas morales. Éstas últimas, por efecto de la acción del marxismo cultural ya señalado. Por tanto, el capitalismo actual resulta más feroz y salvaje que nunca. Y es que aquellos valores religiosos y morales que con tanta saña y eficacia se atacaron por considerarlos el blindaje de la burguesía capitalista, es decir, el blindaje del capitalismo, eran precisamente los factores que podían reprimir o suavizar su acción. Estos valores tenían, y tienen, su fundamento más allá de conceptos tales como burguesía o proletariado. Tienen su fundamento en lo íntimo de la naturaleza humana, en su parte buena. La burguesía no los inventó. No eran, por tanto, valores burgueses. Si acaso, la burguesía los utilizó con fines interesados. Pero todo en el hombre puede ser corrompido y utilizado.


El capitalismo está ahora firmemente asentado en sociedades culturalmente de izquierdas, no obstante lo cual no se debilita, como Lukács y Gramsci pensaban, sino que se fortalece. Porque el capitalismo tiene su asiento y su motor en la codicia humana, y son codiciosos igualmente los hombres de derecha que los de izquierda, pero estos últimos no están sujetos a las trabas morales que se ocuparon de destruir; y los primeros sólo conservan jirones de ellas. El capitalismo sufre ahora deformidades que antes se reprimían en función de valores morales vigentes. Y no sólo eso: surgen negocios fabulosos alrededor de la droga, la prostitución, el aborto, la pornografía, etc., actividades prohibidas antes y que ahora son legales o cuasi legales.


Uno puede imaginarse la frustración que ha de sentir el auténtico revolucionario marxista (tanto si lo es por razones idealistas como por razones de odio de clase) al percibir este capitalismo de izquierdas. Y al averiguar que ha sido engañado miserablemente por los detentadores del poder marxista, auténticos granujas. Al enterarse, por ejemplo, de que su ídolo Fidel Castro es una de las mayores fortunas del mundo; de que los antiguos dirigentes de la Unión Soviética son los grandes capitalistas de la Rusia democrática de hoy; de que, por ejemplo, el antiguo dirigente comunista, Viktor Chernomirdin, es el dueño de Gazprom, el monopolio del gas en Rusia, y su fortuna asciende a cinco mil millones de dólares; y de que multimillonarios de otro origen, como Bill Gates o Ted Turner (dueño de la CNN y amigo íntimo de Castro), o políticos millonarios como Ted Kennedy, son hombres de izquierda. ¿O sea que son como yo? se ha de preguntar con sarcasmo el auténtico revolucionario marxista. ¿Esta es la revolución a la que aspirábamos?


La Escuela de Frankfurt alcanzó la primera etapa de sus objetivos, pero no la segunda. Algún marxista de a pie podrá contentarse con lo conseguido, sobre todo si una de sus grandes aspiraciones fuera el sexo libre. Pero el auténtico revolucionario marxista no puede estar satisfecho. Y quiere rebelarse. Pero sabe que su rebeldía es inútil. ¿Cómo, a estas alturas, alguien puede siquiera imaginar la dictadura del proletariado? ¿Y qué sentido tiene “acabar con la moral burguesa”, si de ésta sólo quedan residuos ínfimos? ¿Contra qué, entonces, rebelarse? ¿Contra la Iglesia? Pero la Iglesia está callada, y de atacarla ya se ocupan los izquierdistas bien instalados, liberales o marxistas, cuando quieren desentumecerse un poco.
Tiene que ser deprimente para un auténtico y honesto hombre de izquierdas de, por ejemplo, Madrid, ver a la socialista Ruth Porta declarando en el parlamento local que sus patrimonio se reduce a diecisiete casas y una pinacoteca; y saber que su esposo tiene negocios inmobiliarios de muchísimos millones; y enterarse de que los socialistas Balbás, Tamayo, y los demás protagonistas de un escándalo político de esa Comunidad, poseen igualmente intereses inmobiliarios de muy grande cuantía.


Cocidos en su propia salsa, estos disgustados izquierdistas, si tienen algún talento, exudarán su amargura en artículos venenosos como lo hace Eduardo Haro Tecglen. Pero es fácil prever que no reconocerán el error de no haber contado con la naturaleza humana en sus previsiones y que no cabe otra alternativa que humanizar y socializar el capitalismo con el encauzamiento en lo posible de esta naturaleza mediante la recuperación de los valores tradicionales; los mismos que se encargaron muy bien de denostar, desprestigiar y destruir.

 

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