domingo, 9 de febrero de 2014

Una infausta dicotomía


UNA INFAUSTA DICOTOMÍA

 

El nuevo mapa político de España nos la muestra compuesta por doce entidades autónomas Correspondientes a nacionalidades o regiones históricas bien conocidas y otras cinco regiones político-administrativas de reciente invención.

 

Esto implica una grave dicotomía -ya lo hemos dicho- de la nación española en dos zonas de características muy diferentes y en cierto modo contradictorias: la de los españoles integrados a su patria en regiones con hondas raíces nacionales de cuya vieja historia se sienten continuadores, y la de los españoles a quienes ha tocado vivir en nuevas regiones carentes de tradición nacional, definidas sin el previo consentimiento de los pueblos ni su posterior aprobación.

 

Los españoles de las entidades tradicionales poseen, en general, fiel memoria histórica y conciencia comunitaria de sus respectivas nacionalidades o regiones.  Los de las comunidades autónomas de reciente invención no pueden tener semejantes vinculaciones con ellas; y, en ocasiones, consideran tales entes como algo extraño que les ha sido impuesto contra sus íntimos sentimientos.

 

No es, por lo tanto, el actual mapa de las entidades autónomas símbolo unánimemente aceptado de un sentir patriótico de los pueblos de España.

 

Muchas son las actividades culturales promovidas por los gobiernos de las comunidades autónomas de vieja tradición que continuamente refuerzan la memoria histórica y la conciencia comunitaria de sus pueblos.  Muchas y muy reiteradas han sido a la vez las declaraciones de los gobernantes de las entidades autónomas de nueva creación sobre la necesidad de que los ciudadanos recuperen la conciencia de su identidad regional.  Pero ¿qué conciencia castellana se le puede pedir que recupere a un leonés del Bierzo o de Sanabria?, o ¿qué memoria histórica leonesa tiene que recobrar un castellano de Sepúlveda o de Medinaceli?.

 

Así, los leoneses tienen hoy que elegir entre aceptar la «común historia» de las cinco provincias leonesas con las castellanas de Burgos, Soria, Segovia y Ávila, renegando de la suya leonesa; o rechazar todo un cúmulo de mistificaciones y exigir el reconocimiento de la personalidad histórica leonesa de su antiguo reino de acuerdo con el texto y el espíritu de la Constitución.

 

Para evitar que tomen este auténtico camino es preciso fabricar en sus mentes una conciencia comunitaria adecuada; de aquí la aparición de esas nuevas historias castellano-leonesas precipitadamente pergeñadas que amoldan el pasado a las conveniencias políticas del momento y ofrecen a un público inadvertido volúmenes enteros de una «Historia de Castilla y León» de la que están excluidas Cantabria, La Rioja y las provincias de Madrid, Guadalajara y Cuenca, es decir, la mayor parte de las tierras castellanas.

 

El problema de las nacionalidades es, sobre todo, una cuestión de sensibilidad ante la conciencia patriótica.  Es de desear que todos los españoles sintamos con entusiasmo nuestra condición de tales; pero es una evidente realidad que algunos, carentes de conciencia de nacionalidad particular, se sienten españoles a secas -sin regionalismo alguno- y por ello se consideran más españoles que quienes se mantienen vinculados a España a través de su particular nacionalidad o región histórica.

 

Estos catalanes de la Generalitat -se dice a veces en Valladolid, en Burgos o en Albacete- no piensan más que en Cataluña. ¿Pues en qué, si no en Cataluña, debe pensar fundamentalmente el gobierno catalán? ¿En qué, si no en Burgos, debe pensar el ayuntamiento burgalés?  Para ocuparse de la gobernación de España y de sus problemas en general están las instituciones genéricamente españolas: la Corona, el Gobierno central, las Cortes Generales, el Tribunal Constitucional...

 

Sucede que en las regiones recién establecidas (que separan a unas provincias castellanas de otras, a la vez que unen a algunos castellanos con los leoneses, a otros con los toledanos y manchegos, y aíslan a otros) no puede florecer un entusiasmo de la misma calidad que en Cataluña, el País Vasco y otras auténticas nacionalidades o regiones históricas. ¿Qué fervor puede suscitar el conglomerado castellano-leonés en los ciudadanos de León a quienes les fue negada la autonomía leonesa? ¿Y qué sentimiento puede despertar ese mismo compuesto regional en la gran mayoría de los segovianos a quienes, después de negárseles el derecho a su autonomía, se les incluyó contra su expresa voluntad en una arbitraria región que no es ni sienten suya?

 

No es, ciertamente, una entusiástico exaltación del ánimo lo que en los habitantes de Lozoya, Buitrago, Navalcamero o Chinchón que conozcan la historia castellana de su pueblo y estén encariñados con ella puede producirles el verlo hoy convertido en despersonalizado apéndice de la metrópoli madrileña dentro de una recién inventada comunidad autónoma.

 

La dualidad de criterios seguida en la configuración del mapa de las autonomías ha dividido, pues, a la nación española en dos grupos de pueblos que no pueden estimar a la patria común de igual manera.

 

Ya hemos señalado la trascendencia histórica que Felipe González reconocía a los procesos autonómicos, y los temores que en los años 1976-1980 manifestaba de que las autonomías se establecieran a la ligera o sobre planteamientos demagógicos, con el riesgo de que posteriormente pudieran abocar a sentimientos de frustración en quienes hubieran puesto en ellas sus esperanzas.  Lamentablemente, así ha sucedido en los casos de León y de Castilla; y hoy hay leoneses y castellanos que se sienten amargamente frustrados al contemplar cómo, mientras la gran mayoría de las nacionalidades y regiones históricas de España desarrollan sus respectivas culturas con plena autonomía, el País Leonés y Castilla han desaparecido del mapa polftico de España.

 

Más fácil y de más venturosos resultados hubiera sido mantener y desarrollar respetuosamente las personalidades históricas de los antiguos reinos de León, Castilla y Toledo (o Castilla la Nueva) y haber otorgado a Madrid un Estatuto adecuado a su condición constitucional de capital de la nación española.

 

La Constitución de 1978 ha sido concebida con muy elevados propósitos.  Contiene grandes posibilidades de desarrollo nacional y, en general, ha sido aplicada con acierto.  Si bajo su nombre se han cometido graves errores (eliminación de los antiguos reinos de León y Toledo y despedazamiento del de Castilla), no ha sido a causa de sus preceptos ni de sus instituciones, sino del mal uso político de que en algunos casos ha sido objeto.  Y si, de esta manera, tales errores han sido posibles dentro del marco constitucional, con mayor razón, sin salirse de él deben ser enmendarlos.

 

(Anselmo Carretero y Jiménez. .El Antiguo Reino de León (País Leonés).Sus raíces históricas, su presente, su porvenir nacional. Centro de Estudios Constitucionales. Madrid 1994,  pp 863-866)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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