Un mundo felicísimo
En octubre de 1949,
pocos meses después de que George Orwell publicara su célebre distopía 1984,
Aldous Huxley le escribía una carta, ponderando sus virtudes literarias y...
juzgando, sin embargo, que Orwell estaba por completo equivocado en su visión
del futuro y de la nueva forma de poder omnímodo que emergería, para tener
controlados a los hombres. «Mi opinión escribe Huxley es que la oligarquía
dominante encontrará maneras menos arduas y derrochadoras de gobernar y
satisfacer su sed de poder y que esas maneras se asemejarán a aquellas que
describí en Un mundo feliz». Y añade, más adelante: «Pienso que, en la próxima
generación, los amos del mundo descubrirán que el condicionamiento infantil y
la narco-hipnosis son más eficaces como instrumentos de gobierno que las
cachiporras y las cárceles; y que el anhelo de poder podrá colmarse tan
satisfactoriamente sugiriendo a la gente que ame su servidumbre como
flagelándola y golpeándola hasta conseguir su obediencia».
Como suponía Huxley,
las oligarquías que gobiernan el mundo han desdeñado el flagelo y han
descubierto la eficacia del «condicionamiento infantil», de la caricia
halagadora, del entontecimiento hipnótico que nos convierte en zombis. Orwell,
un comunista que había acabado tarifando con sus camaradas, se imaginó el
futuro gobernado por una suerte de estalinismo hipertecnificado que impone una
dictadura agobiantemente censoria y somete a escrutinio y vigilancia todas las
inquietudes intelectuales y espirituales; pero lo cierto es que la tiranía que
finalmente se instauró no necesitaba vigilar nuestras inquietudes intelectuales
y espirituales, por la sencilla razón de que previamente se había encargado de
anularlas, mediante un bazar de entretenimientos idiotizantes que nos
euniquizan mentalmente y nos abrasan el alma, a la vez que nos convierten en
ególatras dominados por nuestras gónadas. Orwell urdió la pesadilla de un
mundo en el que se han cegado todas las fuentes de información; pero lo cierto
es que nuestro mundo está anegado de información, una catarata informe y
atosigante de información que no podemos digerir y que, a la postre, nos
convierte en un rebaño de autómatas pasivos, incapaces de cualquier reacción, o
bien en jenízaros que obedecen las consignas de la propaganda al modo
pauloviano. Orwell, ingenuamente, pensó que una inexpugnable telaraña
burocrática impediría que supiésemos la verdad de las cosas; pero lo cierto es
que en nuestro mundo la verdad es menospreciada, ensordecida por un estruendo
de dulces mentiras, y quienes la portan son execrados como profetas de
calamidades. Orwell, con escasa perspicacia, pensó que toda forma de rebeldía
contra el poder omnímodo y controlador sería severamente castigada mediante
técnicas represivas de derechos y libertades, incluso mediante la tortura; pero
lo cierto es que en nuestro mundo todo amago de rebelión es desactivado
mediante técnicas de exaltación de derechos y libertades y mediante el
suministro de placeres idiotizantes. Huxley avizoró el mundo felicísimo que
venía; Orwell, más allá de algunos aciertos parciales, no supo penetrar la
entraña del nuevo poder que confiscaría nuestras almas deificando nuestros
apetitos más viles.
A mucha gente
bienintencionada (pero ilusa) le sorprende que, ante el alud de injusticias en
que naufraga nuestro mundo, la gente se muestre incapaz de reacción; o que su
reacción sea una rabia enviscada y destructiva que, tras el
desahogo, conduce a la postre a la esterilidad y la melancolía; o que, en
el mejor de los casos, su reacción sea un puro aspaviento inane que no
contribuye a cambiar el estado de iniquidad en el que chapoteamos: organizar
una manifestación en defensa del trabajo digno que se mezcla en las calles con
la celebración de la hinchada de tal o cual equipo de fútbol; crear
estúpidamente un hashtag en Twitter, protestando por tal o cual calamidad, para
quedarnos enseguida amuermados, tras el desahogo. Meras respuestas
emocionales (¡emoticonos!) que se diluyen en la inanidad ambiental y que enseguida
se extinguen entre el bombardeo de gratos estímulos que nos dispensa la nueva
tiranía.
Somos víctimas de
aquel «condicionamiento infantil» y de aquella «narco-hipnosis» que avizoró
Huxley, mucho más eficaces que las cachiporras y las cárceles. Y como ahora los
artilugios tienen la pantalla táctil podemos, además, hacernos la ilusión de
que la hipnosis que nos suministran la hemos elegido nosotros libremente.
Así han hecho de nosotros siervos satisfechos (¡con derecho a decidir, oiga!)
en un mundo felicísimo.
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