José Miguel Gambra
"¿Hijo, qué quieres ser de mayor?
Pues... hijo, papá". Así ironizaba sobre su vástago un camarero entrado en
años que hablaba, hace unos días, con su compañero mientras servía la barra.
"Ahora --prosiguió-- 'me se' va con la novia diez días a Mallorca. ¡Cómo
viven estos chicos!"
Estos chicos, sin privarse de ningún
placer adulto, prolongan indefinidamente la dependencia de sus padres y se
gastan lo que ganan en coches, ordenadores, cadenas de música y diversiones.
Estos chicos siguen con juegos de niños hasta los dieciocho años y, hasta los
treinta, se pasan buena parte del día entretenidos con Internet y con la
televisión. A los treinta y cinco, siguiendo el modelo de la serie Friends,
tienen todavía pandillas. "Son mis amigos, por encima de todas las cosas",
dice una famosa cancioncilla, con dejes de blasfemia. Y a los cuarenta,
empiezan a plantearse el futuro, ante el probable óbito de sus progenitores: se
compran un piso de una sola habitación, y todo lo demás sigue igual.
Estos chicos --y no tan chicos-- se
divierten, y mucho, cosa que no tiene nada de nuevo. Lo nuevo es que, cuando
pierden su tiempo en juergas y pasatiempos, no hacen, como en otro tiempo, algo
de más, sino algo de menos. Se juntan, se aman, ven películas, oyen música, se
emborrachan o fuman hachís como con desgana y aburrimiento. No lo hacen porque
les desborde la fuerza vital de sus pasiones, sino porque les falta fuerza para
pensar. Estos chicos ni siquiera son transgresores de normas y costumbres,
porque la única norma que conocen es que no hay normas, lo único que creen es
que nada es digno de crédito, de lo único que están convencidos es de que nada
es verdad. Es decir, estos chicos son escépticos, pero no por exceso de
crítica, sino por ausencia de pensamiento. En argot: son pasotas.
Estamos hechos para pensar, esto es,
para conocer la realidad, que nos asalta con preguntas y evidencias
intranquilizadoras. Pero pensar es doloroso, los datos son molestos y la
realidad verdaderamente latosa. Por eso, hace falta mucho instrumento de
diversión, mucha conexión con amigos por Internet, mucha repetición de máximas
televisivas y, cuando esto no basta, mucho alcohol o suficiente droga para no
pensar. Es necesario todo eso en grandes dosis para responder, siempre que se
presenta un problema moral, político y religioso: "eso depende",
"cada uno ve las cosas a su manera" o "yo paso de esos malos
rollos, tío".
Estos chicos ¿de dónde han salido? De
nuestro sistema de educación estatal. Lentamente, a base de sucesivos empujones
y codazos el Estado Español, ese gran culpable, ha ido arrinconando la
educación religiosa y familiar hasta monopolizar, más, mucho más que en otros
países, la educación. Desde los ideales ilustrados contra el analfabetismo,
hasta los planes de Villar Palasí, las Logses, las Loes, las Lous y todo ESO,
pasando por estatismo educativo de Franco (que, por cierto, las jerarquías
eclesiásticas admitieron sin chistar), la maquinaria estatal no ha hecho más
que engullir todo el control de la enseñanza. Controla la edad de ingresar
obligatoriamente en la educación, su duración y contenidos; controla que los
listos no destaquen (por eso no pueden aprender a leer antes de los cinco años)
y que los otros no se retrasen y, por ello, se les pasa de curso, hayan
aprobado o no. Controla la ideología y los métodos de enseñanza, los castigos,
los manuales, los exámenes y la preparación de los profesores. Controla el
tamaño de los colegios, el de las aulas, el número de cursos y de alumnos por
clase, de metros de patio, de gimnasio y de horas de clase, y de todo cuanto se
les pueda ocurrir. Controla todo menos lo que debiera, a saber, que no haya
bachilleres que no sepan escribir y que no haya profesionales incapaces en las
carreras puramente civiles.
Las instituciones educativas se han convertido
en grandes establos, de régimen cerrado en el caso de colegios e institutos, de
régimen abierto en el caso de las universidades. Su fin ya no es educar, es
decir, hacer hombres de bien capaces de enjuiciar cualquier asunto, como decía
Aristóteles, sino mantener fuera de las calles a los alumnos y
"socializarles", es decir, adoctrinarles en el relativismo
democrático e igualar a todos en la ignorancia. No hablaré de las humillaciones
que sufren los profesores. En breve tendrán que dar clase detrás de una urna de
cristal acorazado y el orden será mantenido por la policía, como ya va a
suceder en Francia. De los conocimientos sólo contaré que en 2º de
Bachillerato, justo antes de entrar en la universidad, pregunté quien era
anterior, Carlomagno o Alejandro Magno ¡y ninguno lo supo en toda una clase!.
Dado tan clamoroso fracaso ¿facilita el
estado la educación privada o la educación eclesiástica? Nada de eso. Ni hace,
ni deja hacer. No permite la enseñanza en casa. Para fundar un colegio no
concertado, hay que empezar por poner alrededor de ocho millones de euros sobre
la mesa. No digamos para una universidad. En Francia, cuna del estatismo
educativo, los alumnos pueden estudiar a distancia y basta con una casa, y poco
más, para hacer un colegio. He conocido una universidad tradicionalista en
París, que expide títulos reconocidos por la Sorbona, y cuyos locales se
reducen a dos o tres pisos de un edificio. Aquí no: la constitución declara la
libertad de enseñanza, pero el estado pone tales exigencias materiales para que
se establezca un colegio o una universidad, que ninguna asociación que no sea
muy poderosa puede ni siquiera planteárselo.
Los informes Pisa, los de la OCDE y de
otros organismos internacionales, han puesto recientemente en la picota el sistema
educativo español como uno de los que están a la cola de los países
desarrollados. Algunos, desde la perspectiva del estado de derecho democrático
se han llevado las manos a la cabeza. Por ejemplo Pérez-Reverte, con la
delicadeza que le caracteriza, ha puesto de vuelta y media a Zapatero (al cual
llama imbécil) y a sus ministros y ministras (cuya madre no se olvida de
mentar), porque las sucesivas reformas socialistas --no menos que las del PP--
han dado como resultado la ignorancia supina, la incapacidad de comprender el
mundo, en que se halla sumida buena parte de nuestra juventud.
Pues bien, no estoy de acuerdo. Desde el
punto de vista democrático, es un craso error calificar de desastrosa la
educación pública española. Para verlo basta remontarse a Rousseau, padre
doctrinal de la democracia, con su Contrato Social y padre, a la vez, de
la pedagogía moderna, con su Emilio. Una cosa es complementaria de la
otra. El pacto social conlleva que "cada uno de nosotros pone en común su
persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general".
Si una voluntad particular se niega, por disconformidad, a obedecer a la
voluntad general, es lícito someterla por la fuerza. Con ello, según dice
Rousseau, se obliga al ciudadano a ser libre, pues sólo la constitución de la
voluntad general impide que estemos sometidos a una voluntad de otra persona.
La voluntad personal pasa, en lo que se refiera a los asuntos públicos, a ser
voluntad general, que, de hecho, se identifica con la voluntad del que ha sido
votado. En nuestro caso con la voluntad del Sr. Rodríguez y su corte de los
milagros.
Ahora bien, cuando se ha amputado la
voluntad personal en lo que a las cuestiones sociales se refiere; cuando todo
el interés por los asuntos comunes, o por la patria, se puede plasmar solamente
en el voto a partidos e individuos que harán lo que les venga en gana; cuando
todo eso sucede --digo-- es necesario lobotomizar también la inteligencia sobre
tales temas. Si se dejara que los españoles fueran educados en el sentido
clásico de la palabra, es decir, si pudieran tener una concepción del mundo
razonable, que les habilitara para juzgar sobre el bien y el mal en temas de
política y en cualquier otro, su sufrimiento sería insoportable y resultarían,
además, difícilmente gobernables. Al que le cercenan un órgano le anestesian;
lo mismo debe hacerse con el que ha cedido su capacidad decisoria sobre sus
deberes más importantes. Otra cosa sería crueldad. Los ciudadanos de una
democracia sólo deben tener los conocimientos necesarios para la producción;
deben limitarse a la profesión que les permite ganarse la vida y pagar los
impuestos. Sobre todo lo demás, tienen que estar convencidos de que no cabe
conocimiento seguro, y de que todo es cuestión de un gusto que queda a discreción
de los representantes de la voluntad general.
Por eso, según dice Rousseau en el Emilio,
la educación del niño individual deberá "ser puramente negativa, la cual
no consiste ni en enseñar la virtud ni la verdad, sino en librar de vicios el
corazón y el espíritu del error". ¿A qué se refiere con eso del vicio y
del espíritu de error? Pues a los conocimientos que van más allá de lo que
necesita en su vida personal, es decir, a los conocimientos filosóficos y a los
que proporciona la Revelación. "Son los filósofos con su preceptos, los
sacerdotes con sus exhortaciones los que envilecen" el corazón del niño,
dice Rousseau. La enseñanza tiene como finalidad evitar las preocupaciones
sobre el futuro, que nacen de la metafísica, de la religión y de la moral:
"Si pudierais no hacer nada, ni dejar hacer nada, si lograrais tener sano
y robusto a vuestro alumno hasta la edad de doce años, sin que supiera
distinguir su mano derecha de la izquierda, desde vuestras primeras lecciones
se abrirían lo ojos de su entendimiento a la razón, sin baches ni
preocupaciones". Porque así disfrutará de la vida, sin que las teorías y
religiones la ensombrezcan. "Padres --recomienda Rousseau--, tan pronto
como puedan vuestros hijos gozar del placer de la existencia, haced que disfruten
de él, y cuando les llegue la hora en que Dios los llame, no mueran sin haber
disfrutado de la vida".
Vista desde la genuina doctrina de la
democracia, la educación pública española es un éxito sin precedentes: tras un
larguísimo período de instrucción, que se extiende hasta los veinticinco años,
los discentes han aprendido a manejar, con más o menos pericia, unos
instrumentos de producción y, sobre todo, han aprendido que nada más puede
aprenderse. Se ha logrado que los alumnos no distingan la derecha de la
izquierda, no ya hasta los doce años, como dice Rousseau, sino hasta la edad de
jubilación. La inmadurez e inconsciencia del adolescente se junta con la
recaída en la infancia del anciano. No sólo se les ha extirpado la voluntad
particular en beneficio de la voluntad general, sino que se ha completado la
operación con la ablación de toda concepción del universo que les permita
juzgar con independencia de la voluntad general. Y si usted, amigo lector, duda
que sea excelente tal educación, es porque se obstina en conocer, en creer y en
desear el bien; es porque, en el fondo, todavía no es usted un demócrata.
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