Fortaleciendo
la institución del matrimonio
HACIA UNA ECONOMIA CENTRADA EN LA FAMILIA
Allan C. Carlson*
New Oxford Review, diciembre de 1997, Vol. LXIV, Nro. 10.
Comenzaremos con lo que algunos aun llaman la paradoja de una era de abundancia
y riqueza que es también una era de degradación moral y declinación familiar.
El industrialismo del siglo XX ha producido un cuerno de la abundancia de
bienes materiales, ingresos promedios crecientes y mayores expectativas de
vida. El vigésimo siglo
cristiano ha también sido testigo de un nivel sin precedentes de rupturas
familiares. Defino a la familia natural como la de un hombre y una mujer
comprometidos en una alianza socialmente aprobada llamada matrimonio, con
propósitos de propagación de hijos, comunión sexual, amor y protección mutua,
la construcción de una pequeña economía hogareña y la preservación de
costumbres de generación en generación. Mientras culminamos el segundo milenio
cristiano, esta familia natural está desapareciendo como una presencia
culturalmente significativa en la mayor parte del mundo occidental. Tasas
decrecientes de primeros matrimonios, divorcio extendido, bajos niveles de
nacimientos dentro del matrimonio, ilegitimidad creciente, promiscuidad
rampante, cohabitación, y aborto, y la sexualización de la cultura popular:
Estos desarrollos han sido especialmente pronunciados en las mismas naciones
donde el triunfo de la industria ha sido más completa.
Surgen preguntas críticas: ¿Están ambos desarrollos relacionados? ¿El
crecimiento de la industria causa la ruptura familiar? Y si así es, ¿es posible
encontrar una forma tanto de abundancia material como de virtud familiar?
¿Podemos manufacturar una economía virtuosa?
Con respecto a la primera pregunta, la obvia, pero aun así mayormente olvidada,
la respuesta es “sí”: La producción industrial moderna tiende, por su misma
naturaleza, a minar los fundamentos materiales y psicológicos de la familia.
Para entender por qué, necesitamos volvernos sobre la misma esencia de la
industria moderna, y lo que ella ha reemplazado.
La economía pre-industrial –el medioambiente para la mayor parte del tiempo de
la humanidad en la tierra—estaba centrada en el hogar, donde cada familia era
mayormente autosuficiente, en la producción y preservación de la comida básica,
en el refugio, en la ropa y en la educación principalmente moral y práctica.
Esta autosuficiencia trae a la familia una forma de independencia económica.
Los maridos, las mujeres, los hijos y otros miembros del hogar se especializan
en algún grado en las tareas, una natural división del trabajo que genera
ganancias materiales. El hogar familiar natural sirve como unidad de producción
tanto como de consumo, unidad construida sobre el altruismo y el amor, donde el
principio de compartir desinteresado realmente funciona. Usando el lenguaje
corrupto de fines del siglo XX, el hogar familiar no es una entidad “capitalista”; es más cercano al ideal
socialista de un compartir desinteresado, donde el egoísmo y el individualismo
están balanceados con las necesidades y requerimientos de la familia y la
comunidad próxima, y este hogar se conserva mejor en un medio no industrial.
Así es por qué la familia natural encuentra su escenario favorable en la granja
de subsistencia, entre los campesinos libres o minifundistas. El pequeño taller
del artesano, también organizado alrededor del hogar familiar, sirvió (y sirve)
como la contraparte pueblerina (o urbana) de este minifundio rural.
En su esencia, el proceso de industrialización significa romper estos hogares
productivos de pequeña escala y distribuir sus partes humanas en las fábricas:
a fábricas materiales como molinos, enlatados, plantas automotrices y oficinas;
y a fábricas sociales y educativas como escuelas estatales masivas para los
niños y geriátricos para los ancianos. A través de la producción industrial de
bienes físicos, la riqueza crece (es cierto) con ganancias extras que provienen
de esta exagerada división del trabajo. Pero estas ganancias materiales exigen una pérdida de
solidaridad e independencia familiar.
Por eso es que es justo decir que tanto las modernas corporaciones industriales
como los modernos estados tienen un cierto interés en la desintegración familiar. Visto en términos de eficiencia,
la unidad familiar independiente representa una carga sobre el producto
nacional bruto. Los vínculos familiares interfieren con la distribución
eficiente del trabajo humano y la producción casera limita la sacudida de una
economía de base monetaria. En verdad, lo que llamamos “crecimiento económico”
se apoya, en una parte significativa, sobre la constante transferencia de funciones
productivas del hogar, donde tales trabajos no son traducidos en dinero y por
lo tanto no son contabilizados, hacia entidades industriales organizadas, tanto corporativas como
estatales. A mediados del siglo XIX, estas funciones transferidas incluían la
hilandería, la teneduría, la zapatería y la educación. Para comienzos del siglo
XX, incluían la producción y conservación de alimentos, el transporte y la
protección de los niños. En nuestro tiempo, estas transferencias de la familia
a la industria han incluido la preparación de la comida, el paseo de niños y el
cuidado de los ancianos.
De hecho, mucho de lo que medimos como crecimiento económico desde los ’60 ha
sido simplemente la transferencia de las remanentes tareas caseras
contabilizadas en términos monetarios –cocina casera, cuidado de niños, cuidado
de ancianos—hacia entidades externas como Burger King, guarderías privadas y
geriátricos estatales. La pequeña economía productiva hogareña ha sido
desvestida de sus tareas.
El tratamiento de la mujer bajo el régimen industrial ofrece un caso de
estudio. En el mercado no regulado de trabajo del capitalismo industrial, como
en el programa formal del socialismo industrial, la mujer –particularmente la
mujer joven—es deseada como trabajadora, por sus pequeños dedos, su
comportamiento obediente y los efectos económicos colaterales: sumándola al
mercado laboral los salarios permanecen bajos. En la Europa y los Estados Unidos
del siglo XIX, las nuevas fábricas contrataban esposas, madres e hijas para
mantener a raya a los artesanos especializados: literalmente, los maridos y
padres de estas mismas mujeres. Solo fue la larga y dificultosa organización
del trabajo, enfocada en esos años a un sorprendente grado de restauración
familiar, lo que reconstruyó los límites de la decencia alrededor del hogar, y
limitó la intrusión industrial en la casa. Bajo los sistemas de “salario vital”
o “salario familiar” del trabajo organizado a fines del siglo XIX y comienzos
del XX, la fábrica solo podía requerir un único miembro de la familia
–normalmente el padre—quien cobraría un salario suficiente para mantener su
familia en la decencia. La mujer podía entonces regresar al hogar para llevar,
alzar, proteger y educar a su descendencia. Los niños también serian protegidos
del ingreso prematuro al medioambiente industrial.
Algunos industrialistas llegaron a ver la sabiduría moral de este “salario
familiar” y la virtud de preservar algún nivel de autonomía familiar dentro del
sistema fabril. En los EE.UU., Henry Ford deslumbró a los observadores en 1914
al duplicar inmediatamente los salarios de los trabajadores casados, arguyendo
que el trabajador “no es tan solo un individuo... Es miembro de un hogar... El
hombre hace su trabajo en el negocio, pero su mujer hace el trabajo en la casa.
Por lo tanto, el negocio debe pagarle a ambos.” La alternativa, enfatizaba
Ford, era “el horrendo prospecto de los niños pequeños y sus madres siendo
forzados a salir a trabajar”. En Francia, mientras tanto, sacerdotes católicos
organizaban a los industrialistas de sus parroquias en círculos de estudio
sobre la enseñanza social de la Iglesia. Estos patrones llegaron a diseñar un
vasto y voluntario sistema de protección familiar que suplementaba los salarios
pagados a las cabezas del hogar con adicionales según el número de hijos. Para
mediados de los ’20, este sistema voluntario también proveía niñeras,
enfermeras y adicionales por nacimiento y maternidad a las familias
involucradas.
Sin embargo, la respuesta más común, y admitamos más lógica económicamente, fue
una constante campaña para despedazar la familia en sus partes constitutitas.
Desde su fundación a mediados del siglo XIX, la Asociación Nacional
de Fabricantes (National Association of Manufacturers) en los Estados Unidos
consistentemente batalló para desmantelar el sistema de “salario familiar” y
lograr acceso de nuevo al mercado laboral de mujeres casadas y niños.
Secretamente, según los rumores, la organización de los empleadores fundó en
los ’20 el Partido Nacional de las Mujeres (National Women’s Party), el grupo
feminista radical que fue autor de la propuesta de la Enmienda sobre Iguales
Derechos a la Constitución
de los Estados Unidos. La Asociación Nacional de Fabricantes, del brazo con
las feministas, abiertamente batalló para poner fin a las protecciones legales
especiales que existían para las mujeres y los niños. En los ’60, las mismas
fuerzas festejaron juntas cuando el Título VII de la Ley de Derechos Civiles de
1964 fue transformado de una herramienta de justicia económica racial en un
espolón de guerra contra el sistema de “salario familiar” estadounidense. La
mayoría de las corporaciones se apresuraron a golpear el vasto mercado laboral
de mujeres, bajando el salario industrial promedio una vez más. Para 1990, las mujeres
jóvenes se habían convertido en el grupo mas “proletarizado” o asalariado en
los Estados Unidos; mas miembros de la familia trabajaban largas horas; y las tasas de
matrimonios y nacimientos maritales se precipitaron.
El crecimiento de la educación estatal masiva ofrece otro caso de estudio de
los efectos del industrialismo sobre la familia. La investigación actual sobre
la fertilidad muestra que los padres reducen el tamaño familiar de un promedio
natural de siete hijos por hogar solo cuando existe una disrupción en las
relaciones económicas dentro de la familia. El demógrafo John Caldwell arguye
que, de hecho, es la educación masiva de los jóvenes la que conduce al cambio
en las preferencias de una gran a una pequeña familia, y así promueve el
deterioro de la familia como institución.
La tesis de Caldwell –que la industrialización de la educación por el estado
causa el declive familiar—soluciona el misterio que tanto ha intrigado a los
historiadores estadounidenses: ¿cómo explicar la constante caída en la
fertilidad en los EE.UU. entre 1850 y 1900? A través de todo este periodo los
EE.UU. eran predominantemente rurales, y absorbían las masas de jóvenes
inmigrantes, y los inmigrantes y granjeros usualmente tienen muchos hijos. Pero
los datos desde 1871 hasta 1900 muestran una remarcablemente fuerte relación
negativa entre la fertilidad femenina y la expansión de la escuela pública. La
caída en la tasa de nacimientos estaba atada con particular fuerza al tiempo
promedio con que los niños existentes acudían a la escuela estatal en un año
dado: Cada mes adicional en el ciclo lectivo de una escuela pública decrecía el
tamaño de la familia en ese distrito por 0,23 por hijo. Vemos aquí cómo extraer
la educación de los niños del escenario familiar, y organizar escuelas según el
modelo industrial, bastante literalmente “consumía” a los hijos, y debilitaba
las familias.
Antes de la educación estatal masiva, los padres realizaban toda una variedad
de arreglos para la educación de sus hijos, incluyendo la educación en el
hogar. Uno podría pensar que si la madre podía ahora enviar a sus hijos a
escuelas públicas gratuitas, se sentiría más libre para tener más hijos. Pero
no funcionaba de esa forma. El proceso de educación industrializada debilitaba
las conexiones de los miembros de la familia y el compromiso de la madre hacia
sus hijos y familia. Usualmente, en vez de tener más hijos, la madre con mas
tiempo libre salía a buscar trabajo.
El poeta de Kentucky Wendell Berry delinea la misma imagen para nosotros en su
libro, What Are People For?: “Si no existe una economía hogareña o comunitaria,
entonces los miembros de la familia y sus vecinos no son mas útiles entre sí.
Cuando la gente no es mas útil para los otros, entonces la fuerza centrípeta de
la familia y la comunidad se cae, y la gente cae en la dependencia de economías
y organizaciones externas...”
Cuando la familia se debilita como una pequeña economía, los hijos se hacen
menos bienvenidos, la lógica de para entrar en un matrimonio se hace más
difusa, crece el desorden sexual y el aprendizaje declina.
Han existido variadas respuestas frente a esta situación. El gran desastre
económico del comunismo puede verse como un intento de aplicar el principio
altruista o familiar –“de cada uno según su habilidad, a cada cual según su
necesidad”—a través de toda la sociedad. Pero nuestro siglo ha demostrado que
esto fue un enorme y trágico error: El principio no puede imponerse
centralmente. Cuando nos movemos más allá del hogar, el clan, la comunidad
religiosa o el pueblo –donde todos conocen el carácter y las fortalezas y
debilidades de los otros y donde reglas heredadas imponen una disciplina tolerable—una
vez que nos movemos mas allá de estas pequeñas comunidades, esta forma de altruismo
falla.
Una segunda
respuesta frente al pedido de ayuda de la familia en el medio industrial fue la
búsqueda de la “Tercera Vía”, el camino de la
democracia social que supuestamente llevaba a un punto intermedio entre el
capitalismo industrial y el comunismo industrial. La frase proviene del título
de un libro escrito por Marquis Childs en 1938, que celebraba el modelo de
desarrollo de Suecia. Él y otros entusiastas argüían que los efectos
disruptivos del industrialismo podrían ser balanceados por una pesada
regulación estatal del sistema fabril y por la construcción de un estado de
bienestar centrado en la familia, donde los costos de criar hijos fuesen
soportados por el gobierno. Por cerca de tres décadas, entre 1940 y 1970,
Suecia sí pareció un modelo atractivo. Pero el sistema sucumbió de allí en más
por sus contradicciones internas, todas demostrablemente ligadas al problema
familiar:
- Pensiones de vejes estatales que transferían de la familia la antigua tarea
de cuidar a los ancianos en la adversidad, cortando los vínculos naturales de
seguridad entre las generaciones y desalentando el nacimiento de hijos en
número suficiente para mantener el sistema.
- Políticas de bienestar estatal que protegían a la gente de las inevitables
consecuencias de elecciones inmorales, creando incentivos que hacían más fácil
–o en realidad promovían—el divorcio, la cohabitación y la ilegitimidad como
substitutos del matrimonio.
- Ingresos gubernamentales por hijo que en realidad debilitaban los vínculos
padre-hijo, a medida que las madres ganaban una preponderancia que minaba el
rol del padre como preceptor y distribuidor del ingreso.
- Y la visión altruista de un estado del bienestar racional, inspirado por la
familia, que necesariamente daba vía libre a penalidades basadas en el
altruismo y se apoyaba en la irracionalidad.
Específicamente, el sistema sobrevivió financieramente solo mientras que los
ciudadanos restringieron sus requerimientos, como cuando las familias preferían
cuidar a sus miembros ancianos en casa antes que enviarlos a centros
geriátricos estatales. Pero la misma lógica de un sistema de derechos financieramente penalizaba
la elección altruista.
Hoy, los estados clásicos de la “Tercera Vía” como Suecia y Dinamarca están en
crisis, enfrentando tanto la bancarrota financiera como la espiritual. En
breve, demostraron la inexistencia de una “Tercera Vía” real.
Sin embargo, han existido también en nuestro siglo intuiciones de una “Tercera
Vía” de organización económica que puede representar un mejor camino. El común
denominador ha sido el reconocimiento y la defensa de una economía centrada en
la familia. Estas aproximaciones al problema directamente ponen coto a la naturaleza
no mudable de la verdadera familia, y buscan construir barreras que protegerían
la económica hogareña altruista de los efectos corrosivos del individualismo y
el consumismo. Puesto de otra forma, promueven la “refuncionalización” de las
familias trayendo a la industria de vuelta hacia el terreno casero.
Los defensores mejor conocidos por una Tercera Vía eran los ensayistas
católicos ingleses Gilbert Keith Chesterton y Hilaire Belloc. Chesterton argüía
abiertamente y con fuerza por la reconstrucción en Inglaterra de una “sociedad de campesinos”, basada en pequeños
terrenos y negocios. Belloc escribió que “la familia es idealmente libre cuando
controla totalmente todos los medios necesarios para la producción de la
riqueza que necesita consumir para una vida normal”. Para esta reconstrucción
de una sociedad de familias propietarias libres, urgía al uso creativo de los
impuestos y la regulación estatal para limitar a las grandes sociedades
anónimas y promover las pequeñas empresas familiares.
Una teoría más sistemática de una economía centrada en la familia vino de la
pluma de un mártir económico Alexander Vaselevich Chayanov. Antes de su arresto
y ejecución por los comunistas soviéticos, este economista ruso había refutado
la visión, sostenida tanto por los teóricos del laissez faire como los
marxistas, que los campesinos y las granjas familiares eran irracionales e
ineficientes y debían ser eliminadas. En su obra maestra de 1925, “La
organización de granjas campesinas”, Chayanov persuasivamente demostraba que
las pequeñas granjas familiares –combinando la producción vegetal y animal de
subsistencia con las industrias caseras, la producción hogareña y el empleo
externo variable—eran en realidad una forma de organización económica lógica, o
incluso superior. El silencio del trabajo de Chayanov ha significado, en
palabras de un historiador, que las políticas de agricultura y desarrollo
global han estado “recorriendo el camino equivocado” por 70 años, a propósito
subvirtiendo una mas natural, versátil y sostenible agricultura centrada en la
familia a favor de la explotación industrial de las granjas.
Otro economista activo en ese tiempo, Ralph Borsodi, enfatizaba la “producción
familiar” como el programa “para la gente que apunta a la virtud y la
felicidad, y para quienes la buena vida es representada por el hogar y el
corazón, por los amigos y los hijos, por el césped y las flores”. Dio especial
atención a la contribución económica de la madre en el hogar. Donde las teorías
de tanto los economistas marxistas como los liberales clásicos despreciaban la
producción casera como económicamente irrelevante, o incluso un parásito,
Borsodi delineaba el verdadero valor económico de la jardinería, la producción
de manteca y la cría de aves de corral; de la cocina, la repostería y el servir
la mesa; de las conservas; de la limpieza y el lavado; de la costura; de la
alimentación y cuidado de bebes; y de proteger y enseñar a los niños.
Estos modelos de una Tercera Vía económica, repito, comparten el foco sobre el
bienestar familiar. La renovación familiar vendría solo a medida que ciertas
tareas y funciones sean protegidas de su inmersión en la industria, o sean
desindustrializadas y retornadas al hogar. En estos modelos, la medida del
éxito económico no seria el “crecimiento” monetario de la economía estadística
oficial, ya que, como hemos visto, mucho de lo que es llamado crecimiento es en
realidad el lado opuesto de la declinación de la familia. En vez de esto, el
éxito seria medido por un diferente tipo de riqueza: la formación de
matrimonio, el nacimiento de hijos y la solidaridad del grupo familiar. Esto
regresara el análisis económico a sus autenticas raíces, a la oeconomia,
la “administración del hogar”. Por eso, en lugar de la etiqueta sin información “Tercera Vía”,
deberíamos usar “Vía Familiar” como nombre de este camino hacia la economía
virtuosa.
Al tiempo que niega cualquier plan por delinear una economía distintivamente
cristiana, la Iglesia
Católica ha creado principios contra los cuales juzgar los
sistemas económicos. Éstos incluyen la dignidad humana y la libertad de la Iglesia para hacer su
trabajo. De igual importancia es la medida de la salud familiar. En un
importante comentario de 1951, el papa Pío XII identificaba “uno de los errores
fundamentales del materialismo”, tanto del laissez-faire como del marxismo,
como es la negación de “la vida de la familia” como fuente de “la vida, salud,
energía y actividad de toda la sociedad”, incluyendo su vida económica.
Se podrían citar otras afirmaciones de la Vía Familiar. Respecto únicamente a las granjas familiares,
por ejemplo, Pío XII declaró: “Hoy puede decirse que el destino de toda la
humanidad está en juego. ¿Sean los hombres exitosos o no al balancear esta
influencia [del industrialismo] en forma tal que se preserve la vida
espiritual, social y económica del especifico carácter del mundo rural?”
Pío XII también enfatizo cómo la “propiedad privada” asegura “para el padre de
familia esa sana libertad, de la que tiene necesidad, de poder cumplir las
obligaciones a él asignadas por el Creador, respecto al bienestar físico,
espiritual y religioso de la familia”. En otro sermón dijo: “Solo la
estabilidad que está enraizada en la propiedad hace la familia la célula vital
y más perfecta y fecunda de la sociedad, uniendo de una manera brillante en
cohesión progresiva las generaciones presentes y futuras”.
Con respecto a los empleadores, el trabajo y la familia, Pío XI argüía en la
encíclica Quadragesimo Anno (1931) que, “debe hacerse todo esfuerzo [para
asegurar] que los padres de familia reciban el salario suficientemente grande
para alcanzar las necesidades familiares ordinarias en forma adecuada”. La
encíclica de 1981 Laborem Exercens reforzó este vinculo de trabajo y formación
familiar. Mostrando la creación de una familia como “un derecho natural”, Juan
Pablo II definió el salario justo de un adulto como aquel “que será suficiente
para el establecimiento y mantenimiento de una familia y para proveer seguridad
para su futuro”. De cualquier forma que se implemente, enfatiza el Papa, la
existencia de un salario familiar sirve como “un medio concreto de verificar la
justicia de todo el sistema socio económico”. Tenemos aquí una prueba específica
de la justicia económica: ¿Existe un salario familiar? Mas aun, dijo el
pontífice: “Redundará en beneficio de la sociedad hacer posible para una
madre... dedicarse a cuidar sus hijos y educarlos de acuerdo con sus
necesidades, las cuales varían con la edad. Tener que abandonar estas tareas
para tomar un trabajo asalariado fuera del hogar es erróneo...”
Respecto a la importante de la economía domestica –de trabajo en el hogar no
pago y centrado en la familia—el actual pontífice ha declarado “El trabajo
doméstico es una parte esencial del buen orden de la sociedad y tiene una enorme
influencia sobre la colectividad; contribuye a producir ingresos y riquezas,
bienestar y valor económico... Tiene una influencia directa sobre el buen
desarrollo de la familia.”
Respecto a la familia, el estado y la economía, Juan Pablo II ha establecido:
“Estamos todos llamados a promover un medioambiente favorable a la familia, y,
por lo tanto, a la maternidad y a la paternidad, un medioambiente donde, en
forma creciente, puedan encontrarse las condiciones óptimas para hacer posible
que la familia pueda desarrollar sus riquezas: fidelidad, fecundidad e
intimidad enriquecida con la apertura a los otros.”
Estas referencias no constituyen una teoría económica. Pero sí, creo, animan a
todos los cristianos a volver a pensar el trabajo teórico en pro de una Vía
Familiar y a ayudar a construir ambientes amigables para la vida hogareña, el
lugar de la fidelidad, la fecundidad y la intimidad.
Y la Vía Familiar
es más que una teoría. Existen modernos ejemplos de naciones que, usualmente
por accidente, han tropezado con políticas seculares que han dado nuevos bríos
a la familia, al desindustrializar aspectos de la producción y restaurar estas
funciones en el hogar. En consecuencia, hemos encontrado también en estos
lugares visibles signos de una renovación familiar: matrimonios más fuertes y
más hijos.
México, para poner un ejemplo cercano, quebró vastos terrenos organizados
industrialmente en los años alrededor de 1940 y distribuyó 25 millones de acres
a campesinos sin tierras. Estos cambios convirtieron a los trabajadores de las
plantaciones en campesinos libres con pequeñas propiedades, y restauraron el
lugar de la familia como unidad de producción y consumo. Ganancias
espectaculares en productividad y producción de alimentos fueron igualadas por
el crecimiento en manufacturas y otras formas de producción en pequeña escala.
Las empresas urbanas también se apoyaron en relación familiares. Con la
propiedad productiva de vuelta en las manos de las familias, los matrimonios se
hicieron más tempranos y los hijos arribaron en grandes números: las riquezas
familiares de las que Juan Pablo II hablaría. Una economía centrada en la
familia no esta destinada a ser una economía estancada en términos
estadísticos. La tasa de crecimiento oficial de la economía mexicana en el
periodo 1945-1965 en realidad excedió a las tasas de crecimiento de los Estados
Unidos y Canadá. Por desgracia, este experimento en restauración familiar llegó
a su fin alrededor de 1970, cuando las autoridades de los EE.UU. y las Naciones
Unidas en “control poblacional” intencionalmente se dispusieron a destruir la
economía de base familiar de México, de modo de reducir el tamaño familiar
promedio y volver a la nación de nuevo al modelo industrial.
Aun un segundo experimento masivo no intencional en cuanto a la restauración de
la familia comenzó a fines de esa década, y aun continua, en el lugar menos
probable: la
República Popular de China. Los campesinos chinos
–colectivizados en granjas industriales por Mao Tse-Tung después de la
revolución de 1949—sufrieron terriblemente por un cuarto de siglo, dado que los
comunistas buscaban (en las palabras de un documento) eliminar a las familias
como “unidad fundamental de habitación y producción”. Pero la muerte de Mao en
1976 trajo un cambio en la política, llevando dos años después a la
introducción del apropiadamente llamado “sistema de responsabilidad familiar”.
Mientras que el estado aun técnicamente era dueño de la tierra, las
colectividades industriales se dividieron, y las familias obtuvieron el uso de la
tierra según su tamaño: cuanto más grande una familia, más tierra recibía en
uso. Luego de cumplir una cuota, el producto de la granja se convertía en
propiedad de la familia para consumo o venta. El nuevo sistema también permitió
a las familias de campesinos encargarse de ocupaciones colaterales tales como
manufacturas e industria casera. Los resultados entre 1978 y 1990, solo
recientemente documentados, habían sido espectaculares. El producto de las
granjas subió rápidamente, como lo hizo la salud de las familias rurales y su
bienestar. Liberando la energía emprendedora, nació un estimado de diez
millones de empresas rurales –en su mayoría familiares. Más importante,
reaparecieron los moldes matrimoniales tradicionales luego de décadas de su
supresión, así como la preferencia por muchos hijos. En las partes más rurales
de China, tres cuartos de las mujeres ahora quieren tener cuatro o más hijos.
De hecho, este “sistema de responsabilidad familiar” subvirtió en el campo la
otra innovación de los líderes de la época post-Mao: la política poblacional de
“un hijo por familia”. Puesto en términos simples, una economía en la Vía Familiar quiere y
da la bienvenida a los hijos.
En ambos caos, los ejemplos mexicano y chino, gobiernos supuestamente seculares
o ateos se volvieron a políticas que permitían el renacimiento y el éxito de
una economía familiar natural. Mientras que estas economías no resistirían la
prueba de libertad para que la
Iglesia “ejercite su ministerio” como dice el Magisterio,
creo que sí aprueban la prueba de promover la Vía Familiar.
A un nivel más modesto en los EE.UU. y Canadá, podemos encontrar también un
cambio económico –definido en gruesos términos—que ha fortalecido al familia:
el llamado “movimiento por la educación
hogareña”.
Debemos recordar que la educación en el hogar en los niveles elemental
(primario) y secundario representa la desindustrialización de los niños
involucrados. Vuelve de una educación diseñada sobre principios industriales a
una enfocada en la familia. Cerca de 1,5 millones de niños en los EE.UU. y
Canadá son educados ahora en sus casas. Existe también una correlación entre la
educación familiar y una mayor fertilidad y familias más grandes. Un estudio
encontró que el número promedio de niños en familias que realizan la educación
en el hogar es de 3,43, el doble que el promedio de todas las familias de
parejas casadas en los Estados Unidos. Entre las familias canadienses que
educan en el hogar, la cifra es aun mayor: 3,46. Una vez más, estos son signos
auténticos de integridad y salud familiar.
Sí, quienes realizan educación hogareña, especialmente aquellos que son
católicos, tienden a tener familias más grandes para comenzar. Pero la
educación en el hogar funciona ella misma a favor de tener más hijos, ya que la
psicología de la familia frecuentemente cambia cuando tiene lugar la educación
familiar: La casa comienza a girar alrededor del niño (y de manera saludable),
las conexiones entre los miembros de la familia se fortalecen, y la familia es
refuncionalizada.
En breve, una economía por la
Vía Familiar es más que una teoría abstracta. Hay ejemplos en
el terreno que nos muestran cómo podemos construir un orden mejor, más
virtuoso, uno más cercano a pasar los exámenes de justicia familiar y dignidad
humana tal como los ha articulado la Iglesia Católica.
¿Qué puede significar esto para las familias cristianas? Permitidme cerrar con varios ejemplos –todos a la mano
de una familia o una parroquia—sobre lo que se puede hacer para avanzar en una
economía de la Vía
Familiar.
Primero, el clero y los lideres laicos pueden mirar el ejemplo de la Francia de comienzos del
siglo XX, y organizar a los líderes de negocios en sus parroquias para estudiar
los principios de la enseñanza social de la Iglesia sobre la dignidad del trabajo, la
santidad de la familia, la justicia del salario familiar y la responsabilidad
moral personal para proveer tal salario a sus empleados.
En segundo lugar, las familias cristianas pueden usar su poder de
compra, su “soberanía del consumidor”, para sostener las manufacturas y
negocios locales y familiares.
En tercer lugar, las parroquias pueden promover empresas pequeñas
familiares a través de la creación de un monto de capital inicial.
En cuarto lugar, el clero y los líderes laicos pueden promover la educación familiar. Las parroquias
parroquiales tradicionales pueden ser parcialmente reformadas para servir a los
educadores del hogar como centro de recursos, como lugar de clases comunes y
como sitio para mejorar las habilidades para enseñar de los padres.
En quinto lugar, las parroquias pueden crear cooperativas de alimentos. Esto puede parecer más
fácil en pequeños pueblos y regiones rurales, pero es posible también en las
ciudades. En las “megaciudades” del mundo en desarrollo, el 75% del alimento es
aun producido en jardines hogareños y pequeñas granjas localizadas en las
mismas ciudades. Los jardines familiares como empresa familiar común pueden
también tener éxito en ciudades del mundo desarrollado. Las parroquias
cristianas podrían también vincular “familias granjeras” con “familias urbanas”
para la venta directa de productos frescos y otros del campo, lo cual
beneficiaria a las dos.
En sexto lugar, los sacerdotes, ministros y laicos pueden dedicarse a
ministerios rurales específicos y a la restauración de la distintiva vida
rural. Bajo el liderazgo inspirado del P. Luigi Ligutti, la Conferencia Católica
Nacional de Vida Rural (National Catholic Rural Life Conference) tuvo un papel
vital en esta área. Creo que existe una nueva hambre entre los laicos cristianos,
particularmente entre los jóvenes adultos, para una guía espiritual y práctica
en este tema.
Y, por ultimo, podemos ayudar a revivir la Regla de San Benito en nuestro tiempo. Podemos,
en palabras de Mons. M. Francis Mannion en Communio, “crear comunidades de
existencia cristiana ejemplar” que “nos enseñen cómo vivir en forma autentica”.
La renovación del modelo monástico tradicional –comunidades de hermanos o
hermanas—serán parte de esto, pero creo que nuestro tiempo llama también a
aplicaciones modificadas de la regla monástica para pequeñas comunidades de
familias: una vida de residencia, trabajo, caridad, educación y adoración
compartidas, apoyados en votos de obediencia, pobreza y matrimonio. Hay un
hambre de esto ahora en los EE.UU. Muchas comunidades católicas de esta clase
han tomado forma recientemente, mientras que una enorme comunidad protestante
de este tipo está trabajando en Massachussets.
Estas medidas concretas, vinculando la familia y la economía, podrían
contribuir poderosamente a la gran tarea de construir lo que Juan Pablo II
llama la Civilización
del Amor.
*Allan C. Carlson es luterano
y presidente del Instituto Rockford en Rockford,