UNIDAD Y DIVERSIDAD
La naturaleza universal del hombre
no puede ser aprehendida en virtud de características externas, sino en virtud
de características internas, de manera que frente a la extensión , la
dispersión y la multiplicidad lo verdaderamente universal es intensidad,
concentración y unicidad; así la universalidad del Sacro Imperio romano
germánico de occidente no estaba basada en lazos materiales, políticos o
militares sino en un lazo inmaterial, ideal y espiritual que era la fidelidad;
un entramado de fidelidad que era cimiento de unión de comunidades múltiples y
diversas; situación que permitió la existencia de una civilización medieval
tradicional relativamente estable donde pudo coexistir la unidad y la jerarquía con una amplia medida de diversidad, de
libertad y de independencia. Ausente en su fundamento la organización externa
en materia política, militar o económica la soberanía del emperador estaba
basada en una acción de presencia, no en una acción directa, en términos
taoístas se llamaría wu-wei, obrar sin obrar, algo desde luego solo concebible
un una civilización tradicional fuertemente impregnada de un sentido
espiritual, y cuya eficacia fue mucho más a nivel simbólico que a nivel real.
Se tiende a olvidar o a ocultar frecuentemente
que desde el momento del nacimiento del Imperio de Occidente con Carlomagno,
estuvo aquejado de una afección maligna que se podía denominar faústica,
afección típicamente occidental como recuerda O. Spengler, una variante de una
universal tendencia política a la codicia de poder y ventajas. Así en el debe de este imperio, como en todos los
habidos, figuró pronto la guerra de expansión y conquista frente a sajones,
ávaros, wendos o magiares entre otros, que desde una concepción monista de la
verdad podía tener una explicación como misión, aunque ciertamente teñida de violencia; no así el caso de la
guerra de invasión y conquista de territorios del imperio romano de oriente,
cristiano mucho antes que existiera ningún imperio occidental. Ya la propia fundación del Imperio de
Occidente se realizó en buena medida frente al Imperio de Bizancio, se reclamó
una nueva fuente de legitimidad religiosa dogmática y jurídica, frente a la Ortodoxia de Oriente,
alentada políticamente por el emperador desde el concilio de Francfort hasta
llegar con las novedades dogmáticas occidentales al Cisma, impropiamente
llamado de Oriente, puesto que las novedades fueron introducidas por los
occidentales y en sus primeros momentos con la oposición del entonces Obispo de
Roma a las pretensiones heterodoxas imperiales. Humus adecuado para la
incubación del espíritu faústico, la tradición fue siempre frágil en Occidente,
incluso en la Edad Media.
Desaparecidos paulatinamente los
fundamentos espirituales tradicionales o verticales, por así llamarlos, de la
soberanía, y reducida ésta a una dimensión secular, laica, material u horizontal, es decir la del estado moderno,
surge inevitablemente debido a la inversión de las direcciones una intervención
política directa que tiende a la uniformización, a la nivelación, al
centralismo y al absolutismo con la consecuencia de la supresión de autonomías,
de derechos, fueros, privilegios y la desnaturalización étnica. Perdido
progresivamente el fundamento sagrado y celeste del orden humano y reducido a
medidas puramente humanas, subjetivas, y conjeturables, avanza un progresivo
desorden o entropía social que tiene curiosas manifestaciones, junto a una
creciente metástasis de estados nacionales y micronacionales se produce una
creciente laminación uniformizadora que elimina la diversidad de pensamiento,
de mercados, de vestimentas, de alimentos, de razas, de plantas, de animales,
en suma avance imparable hacia el desmadre y el caos. Se presentan así dos
aspectos aparentemente opuestos de dispersión y uniformización , pero
perfectamente coherentes en el fondo , no pretendiendo la globalización
mundialista otra cosa que una pura reducción cuantitativa y economicista, para
la que resulta un obstáculo hasta los últimos y endebles baluartes de justicia
distributiva que mantenían hasta el momento los viejos estados nacionales. La propia guerra que de acuerdo con las
teorías evolucionistas y progresistas debería desaparecer, ha progresado por el
contrario muchísimo, cualquier guerra de la que la humanidad conserva memoria
empalidece ante las guerras del siglo XX, y la propia globalización que se
pretende fin de la historia no parece sino que va a universalizar el fenómeno
de la guerra en alguna de las variadas formas de guerras o guerrillas de secesión,
de narcotráfico, de revolución o de terrorismo. Algún cándido, sin duda poco
versado en la Biblia
y el Apocalipsis, suspira por un estado
moderno, laico, secular y global o pseudouniversal como colofón final.
Sumergidos una civilización reducida,
en el mejor de los casos, al horizonte de la razón instrumental no se tiene
perspectiva suficiente para contemplar otras dimensiones del ser y la política
como tantas otras cosas se enfoca con una óptica distorsionada que fue
certeramente expresado por Nicolás Berdaieff, y que de alguna manera serán el
leit motiv de estas reflexiones:
La
política no es real en el sentido último, metafísico, de esta palabra, no llega
hasta las raíces del ser; la política permanece en la superficie y no crea sino
una apariencia de ser.
(N. Berdaieff. El sentido de la creción. Ed Carlos
Lohlé. Buenos Aires1978, p335)
No
faltará naturalmente los rechazos contundentes de esas afirmaciones y se echará
mano de ese coloso poder que es el estado, como prueba irrefutable de la pesada
realidad que es la política. No solo se ponderará su realidad sino su bondad,
¡manes de Hegel!, el estado como realización del espíritu absoluto. Sin llegar
a esos extremos sino con una especie de buen sentido se justifica a veces de
una manera un tanto neutral y abogadesca
al estado como sustentador del bien común, cuyo calado no es tan profundo como
a primera vista pudiera suponerse; de nuevo Berdaieff en sus agudas
observaciones acerca del estado desde un punto de vista ético, da un
contrapunto poco convencional:
El estado por su origen, su esencia y su fin no está más
animado por el pathos de la libertad, que por el del bien, o por el de la
persona humana, aunque tenga relación con ellos. Representa ante todo el
organizador del caos natural, cuyo pathos es el orden, la fuerza, la expansión,
la formación de grandes entidades históricas. Si mantiene de una manera coercitiva
un mínimo de bien y justicia, no lo hace nunca porque sea naturalmente bueno o
equitativo – estos sentimientos le son extraños –sino únicamente porque sin ese
mínimo, se produciría una confusión general, que amenazaría con disociar las
entidades históricas; porque peligraría de perder él mismo toda potencia y toda
estabilidad. El principio del Estado es ante todo la fuerza y la prefiere al
derecho, a la justicia y al bien. El acrecentamiento de su potencia es su
destino, lo encadena a las conquistas, a la extensión, a la prosperidad, pero
peligra también de llevarlo a su pérdida. En el conflicto de las fuerzas reales
y del derecho ideal, el Estado opta siempre a favor de las primeras, y no es el
mismo más que la expresión de sus
correlaciones. No puede revestir ninguna forma ideal,- todas las utopías que lo
sugieren están viciadas en su base -, no es susceptible más que de mejoras
relativas, y estas están ligadas a los límites que se le impone. El estado
aspira siempre a transgredir sus límites y a llegar a ser absoluto, sea bajo la forma de
monarquía, de democracia o de comunismo .
(N. Berdaieff. De la destination de l´homme.Essai
d’ethique paradoxale. L’Age d’ Homme. Laussane 1979 pp 253-254)
De forma
que el estado moderno, sea cual sea, en cuanto bien común, es sencillamente un
mal necesario, algo convenientemente ocultado por políticos, funcionarios
y nacionalistas de vario pelaje, ese
monstruo frío que muy en el fondo vislumbra certeramente el pueblo. Así que
paradójicamente el bien común es un mal menor, el bien un mal, pero en nuestras
latitudes saturadas de numerosos nacionalismos idolátricos se pretende, a
manera del timo de la estampita, vender
la moto de que el estado, surgido en el parto de la violencia, es la
culminación feliz de la nación o micronación que se quiere fieramente
independiente y capaz de suministrar una especie de anticipo jubiloso del
paraíso, lo que deja patidifusos a los irreverentes que no aman locamente
naciones ni menos aún estados.
El origen
de esa imparable tendencia está en la misma noción de pueblo, que desde un
punto de vista tradicional es la prolongación en la tierra de un orden celeste de
derechos y deberes fuera de los cuales ningún sentido tiene el pueblo ni el
hombre; pero liquidado el sentido tradicional y emergiendo un sentido meramente
profano que ningún resquicio deja al orden trascendente, el pueblo pasa a ser
colectivo definible y cuantificable por caracteres de inclusión o exclusión, lo
interno externo, lo universal particular, la herencia espiritual genes
biológicos, la fidelidad y el respeto coerción legal, es decir el pueblo
tradicional, o jana en sánscrito, se convierte en demos, en moderna nación o
nacionalidad, pero es dudoso que ningún moderno entienda ya de que se habla. El
punto de vista nacionalista íntrínsecamente ligado a la exclusión es un
permanente foco de discordia actual o potencial, según el momento y la historia
corrobora bien la ejecutoria violenta del nacionalismo como invento moderno:
.
En todo caso los Estados disimulan tras ellos las naciones,
con sus interese y sus fracasos, sus amores y sus odios respectivos. La nación representa
incontestablemente un valor superior al Estado que no tiene más que una
significación funcional, en relación con la formación, la protección y el desarrollo de la primera. Pero el valor
nacional, como todos los otros valores, puede desfigurarse y pretender una
significación suprema y absoluta. Llega a ser entonces nacionalismo
egocéntrico, enfermedad de la que todos los pueblos están más o menos aquejados
y que execra a todas las naciones salvo la suya, tiende a apoderase de la totalidad de los valores. Incluso
reconociendo el valor de la nación, la ética debe pues condenar la aberración
del nacionalismo, comparable a las del estatalismo, del clericalismo, del
cientifismo, del moralismo, del esteticismo, que ofrecen todos formas de idolatría. En
todo caso, si debe condenarlo, debe pronunciarse también contra la mentira que
se le opone: el internacionalismo. Las naciones, en tanto que valores
positivos, forman parte jerárquicamente de la unidad concreta de la humanidad
que engloba su diversidad
(N. Berdaieff.Op Cit.
Pp 261-262)
Nuestro país, destinado acaso a
convertirse pronto en unos segundos Balkanes ,suministra una privilegiada
atalaya para observar el imparable fenómeno de nacionalismos y
micronacionalismos , estados y microestados, que a falta de una perspectiva
tradicional y cíclica de la historia se convierte en un enigma que no aciertan
a explicar ni la economía, ni los credos religiosos, ni la perspectiva
evolucionista y progresista, ni la estatalista, ni la emoción aterrorizada del
buen pueblo. Pero quizá el fenómeno más interesante no son precisamente los
denominados nacionalismos periféricos, que la propaganda y los medios ponen
cotidianamente en el punto de mira del ciudadano, sino más bien lo otro. ¿ Y que es lo otro?,
lo otro es lo que en lenguaje periodístico se ha denominado: lo que queda de
España, ese conjunto de retales no muy bien definidos que son Castilla, León,
Extremadura, Murcia y otras. Fijándose en Castilla como retal objeto de
atención preferente, llama la atención su extraordinaria laminación y uniformización
debida al moderno estado español, nada extraño si se tiene en cuenta que el
60% o 70% de los castellanos viven en
Madrid, capital del estado. Una primera impresión superficial, que a base de
repetirse se ha convertido en tópico, se expresa en el sentido de que el
castellano no es nacionalista, es bastante apolítico, es universalista y poco
localista etc. Todos estos atributos son muy relativos y en la mayoría de los
casos encierran una componente sofística poco acorde con la verdad.
La componente nacionalista del
castellano medio poco tiene que ver con el ardor de neófito de los
nacionalismos periféricos emergentes, se trata de una vaga admisión de su
carácter de español, es decir perteneciente al fin y al cabo a un estado
moderno llamado España del que se considera más sujeto paciente que otra cosa,
por tanto político a su pesar que con un
cierto tono escéptico admitiría en la mayoría de los casos algunas sentencias
de Berdaieff:
La política rodea la vida humana
como una formación parasitaria que le succiona la sangre. La mayor parte de la
vida política y social de la humanidad contemporánea no es una vida ontológica
real, es una vida ficticia, ilusoria. La lucha de partidos, los parlamentos,
los mítines, la propaganda y las manifestaciones, la lucha por el poder: todo esto no es la verdadera
vida, no guarda relación con la esencia y los fines de la vida, es
difícil penetrar a través de todo esto para llegar al núcleo ontológico
(N.
Berdaieff. Una nueva Edad Media. Ed Carlos Lohlé. Buenos Aires 1979. p164 )
Así
el momento solemne en el que el pueblo castellano delega su representación en
un partido con su papeleta, que no otra cosa es la democracia moderna, se
cumple como quien rellena una quiniela, pero con bastante menos espectativas
por un posible premio. Un partido de fútbol le presenta bastante más interés
que un debate parlamentario de partidos, una serie televisiva medianamente
pasable más que una campaña electoral y un concierto de rock más que un mitin.
Y en el fondo de su corazón detesta pagar impuestos para el mantenimiento del
estado español. La constitución, suponiendo que la conozca, le deja bastante
frío, en el mejor de los casos le puede atribuir el mismo valor que al código
de la circulación:
Ninguna
legitimidad tanto de las antiguas
monarquías como de las jóvenes democracias, con su teoría del pueblo soberano,
ha conservado su imperio sobre las almas. No se cree ya más en una forma jurídica o política, y
nadie daría más de medio copec por una constitución
(N. Berdaieff. Ob
Cit. P70)
En lo que se
refiere a universalismo, se trata en la mayoría de los casos de una confusión
con la homogeneidad uniformizadora de la globalización, a la que propenden
todas las naciones y megápolis, la
pseudouniversalidad de coca cola, Mc Donalds y Eurodisney. En ese sentido se trata de evitar todo lo que suene a
autóctono, mirado con un cierto complejo de inferioridad, resultando en efecto
el castellano al revés que el andaluz un pueblo muy poco folclórico y típico;
solo como ejemplo la
Comunidad de Madrid acaba de rechazarun ofrecimiento de una
notable agrupación musical para enseñar en las escuelas a los niños una sola
canción y una sola danza del rico folclore madrileño; se incurre pues con
facilidad en aquel dicho de Oscar Wilde de que nadie puede interesar a los
demás si no es genuino. El castellano como otros tantos pueblo de Europa
occidental fue perdiendo a lo largo de los siglos el sentido tradicional de la
universalidad, con episodios de feroz exclusivismo como las cruzadas, la Inquisición , las
guerras de religión, la secularización y el pragmatismo hedonista.
El castellano medio, incluido el
madrileño, es por el contrario empobrecedoramente localista en demasiadas
ocasiones, debido en buena parte a su laminación y despojo por parte del estado
moderno, que comenzó mucho antes que en otras regiones, y sufre así un extraño
síndrome de Estocolmo con relación a su raptor; en lugar de considerarse como
pueblo y como individuo parte de España, se considera directamente español, de
lo que se deducen comportamientos y pensamientos no siempre simpáticos y
amistosos; en su opinión todos deberían ser igual que él; así por ejemplo un
catalán o un gallego debería ser lo que el considera ser español y no hablar
más que español, que en su estrechez ignora que es básicamente castellano, en
lugar de sus lenguas vernáculas.
En medio de este fin de fiesta, no han
dejado de presentarse voces de alarma que alertan acerca de la conveniencia de
que Castilla esté presente y alerta en medio de la arrebatiña generalizada para
llevarse su parte; lo que desde un punto de vista económico no deja de tener su
lógica, probablemente mayor que la de aquellos que dan por supuesto e
inevitable que en una lucha por la liquidación y finiquito, las regiones más
fuertes económicamente hablando y más pobladas tienen todas las condiciones
para llevarse lógica y fatalmente la mejor parte del pastel.
Pero lo más curioso no son estas
lógicas implacables de lucha por el poder y la ventaja, sino los que las
propagan. Suele tratarse de pequeños partidos políticos que surgidos en
Castilla, aunque no todos, tienen una
indeleble marca de origen que los identifica a cien leguas. Inhábiles
para una identificación medianamente aceptable de lo que es Castilla, y
tributarios de la uniformización estatal española, proponen amplias tierras
para definirlas sin anclajes históricos que valgan, en base a una lengua común,
al tópico de la parda meseta surcada de churras y merinas y a la convivencia
secular de pueblos; recuerdan en sus argumentos los patéticos discursos de fin
de año de aquel general gallego que con voz temblorosa y aflautada hablaba de
la unidad y hermandad de los pueblos de España. Dan pues amplia razón a los
periodistas que hablan más de lo que queda de España que no de Castilla, de
Extremadura o de la Rioja. Y
al igual que a su modelo a esta especie de neofranquismo castellanista o
pancastellenista de nuevo cuño le surgen sus separatismos, cantonalismos y
demás herejías: así leoneses que reclaman su herencia cultural, cántabros que ni
soñando quieren tener su capital en Valladolid, riojanos que idem de lienzo y
otras mil batallitas de aburrida enumeración. Proponen con entusiasmo Castilla
nación, o Castilla comunera, desconociendo la mayor parte el significado de
este adjetivo, otros Castilla fieramente independiente y otros una, grande y
libre; tienen sin duda miedo a ser pocos o a ser poco extensos. Todo ello, para
más inri, en medio de los pueblos políticamente más escépticos de la vieja piel
de toro.
Extrañamente coincidentes algunos de estos pequeños partidos con los
nacionalismos periféricos, hasta el punto de haber sido acusados de estar
financiados por aquellos, proponen sin pudor una lista de las características
nacionales castellanas, entre las que no dejan de incluir la singularidad de la
lengua, que en este caso no se trata de una lengua postergada, sino de una
lengua de extensión mundial hablada por unos 400 o 500 millones de personas. Al
carecer propiamente de enemigo al que atacar, mecanismo paranoico y sádico que
al parecer da buenos resultados en otros nacionalismos, no proponen sino las
consignas de una España en pequeñito, o de lo que queda de España, pues
estrictamente hablando su difusa idea de Castilla no significa nada, triviales
discursos con toque de victimismo, y por supuesto, como partidos que son,
homilías para que les voten con objeto de realizar sus inanes propuestas.
Naturalmente el personal ya de por si poco propicio a la política, los acusa de
insoportables y palizas, les aconsejan que se abstengan de hacer aburrida e
insulsa propaganda partidaria, que se marchen con la murga a otro sitio a dar
la lata, e incluso no faltan los que con razón les dicen que son más
castellanos que ellos y que saben mejor que ellos lo que es Castilla. Víctimas
de su agitación y ofuscación partidaria, no acaban de entender por que no los
votan masivamente y porque no se engrosan sus filas con entusiastas seguidores;
curioso desconocimiento del pueblo que en teoría quieren representar.
Hay otras variantes que más que
nacionalismo pretende ejercer un vetusto izquierdismo a nivel local,
reconociendo su progresivo desahucio a niveles más extensos, aunque
curiosamente su definición territorial no deja de coincidir con el
neofranquismo pancastellanista de los otros minipartidos; las propuestas por
este lado además de los consabidos intentos de conseguir votos, se centran en
la vieja propuesta de la socialización de los medios de producción, la igualdad
económica, la exaltación proletaria y programas redentores y salvíficos del
mismo jaez, amen de abundantes descalificaciones como vil reaccionario y
fascista, adjetivo este último comodín y polisémico donde los haya, a los que
no son partidarios de sus eslogans:
La
socialización de los medios de producción no es verdaderamente el fin y la
substancia de la vida. No encontrareis en lo económico nada que tenga que ver
con los fines, no con los medios de la vida. La socialización de los medios de
producción no es verdaderamente el fin y la substancia de la vida. La igualdad
económica no es el fin de la vida. Y tampoco el trabajo material organizado y
productivo, que el socialismo diviniza. La divinización socialista del trabajo
material, con desprecio de sus valores cualitativos, proviene del olvido del
fin y del sentido de la vida. Si el socialismo ha tomado tanta importancia en
nuestra época es porque
los fines de la vida humana se han oscurecido, han sido reemplazados
definitivamente por los medios de la vida.
(N. Berdaieff. Ob
Cit. P154)
En cualquier caso
todos estos micropartidos: nacionalistas e izquierdistas ignoran o quieren
ignorar la tragedia histórica castellana, la liquidación inaugural de sus
fueros peculiares por el estado absolutista, que por lo visto era el progreso
de la secularidad y el abandono de la tradición medieval ; atrapados por su
idea recidiva de ser una nación moderna con su estado ad hoc y su inevitable
uniformización, dominado por la derecha o por la izquierda, que poco importa ya
eso en la época del pensamiento único, no comprenden que la persecución partidista
del poder no añadirá más que nuevas discordias, confusión y trivialidad. De la
misma forma que ante los enormes riesgos que presenta la economía gigantesca y
globalizada de colapsar a millones de hombres, como puede ocurrir si fallara el
suministro eléctrico a una megápolis millonaria durante una semana , se propuso
la idea de una reducción de la economía a una escala humana, como fue la idea
de Schumacher en su conocida obra “ Lo pequeño es hermoso”, desarrollo de
consecuente de una ética budista de la economía; así la restauración del viejo
concejo popular, de los fueros, de los pactos (phoedus), podría ser una
reducción de la política a escala humana, una ayuda a los fines del hombre y no
una subordinación de este a los partidos, a los estados y a las organizaciones
y poderes supranacionales. Sería además una importante labor de ecología
cultural antes de que se pierda definitivamente entre estados, partidos,
diputados, programas, componendas, boletines oficiales, arribistas,
sinvergüenzas y otros hasta la noción de lo que fue la Castilla comunera
medieval.
ANEXO
La personalidad
histórica de Castilla en el conjunto de los pueblos hispánicos
Anselmo Carretero
y Jiménez
Hyspamérica de
Ediciones San Sebastián 1977
Páginas 141-143
Los unitaristas han de considerar artificioso y aun nocivo avivar
en castellanos leoneses y toledanos las adormecidas conciencias de sus
respectivos grupos nacionales, puesto que para ellos todo avance hacía la
homogenización y el unitarismo ya es, por sí solo, un progreso. Opinión contraria a la de quienes creemos que
la variedad en la unión y la armonía es más rica que la nivelación uniformadora
y que toda personalidad colectiva es en principio respetable.
Por otra parte hemos visto que diversidad y pluralismo son condición
natural de España; por lo que tanto los que preferirían la España una como quienes
estamos identificados con la varia debemos aceptar las autonomías regionales
por más adecuadas que el unitarismo a la tradición del país y a su propia
naturaleza. Descentralización que ha de
regir en toda España para evitar su funesta división en dos bloques
discordantes: uno de pueblos con autonomía interna, otro totalmente gobernado
por el poder central.
Para que la federalización de España tenga las consecuencias venturosas
que de ella cabe esperar será, pues, necesario que todos sus pueblos asuman con
entusiasmo el gobierno de sus propios asuntos.
La falta de conciencia colectiva y de apetencias autonómicas observable
en algunas regiones de España, lejos de indicar firme patriotismo - como los
unitaristas creen o aparentan creer- es síntoma de postración, que nunca la
sumisión y la modorra han indicado vigor y buena salud. La autonomía de las regiones que no luchan por
ella (Asturias, León, Extremadura, La
Mancha , Murcia, Castílla ... ) es un aspecto muy importante
de esta cuestión sobre el cual ha dicho Madariaga palabras muy atinadas: «Hemos
alcanzado un punto en la evolución política de España -escribía don Salvador en
1953- en el que la autonomía es ya necesaria no sólo a los países que la piden
sino, quizás aún más, a los que no se dan cuenta de que les hace falta».
Se ha dicho repetidamente que el federalismo no se asentará firmemente en
España mientras no arraigue en Castilla.
Más cierto y obvio es afirmar que el federalismo que la nación española
necesita requiere a su vez que todos los pueblos que la componen tengan
conciencia de su personalidad colectiva.
Conciencia que no se trata de crear artificialmente en Castilla, que
vivísima la tuvo hace ya más de un milenio -no conocemos ninguna epopeya que
narre sucesos acaecidos en el siglo X en la que la comunidad nacional ocupe un
lugar tan protagónico como el que en el Poema
de Fernán González tienen Castilla y los pueblos castellanos -, sino de rescatarla del olvido y la
mistificación histórica, lo que, ante todo, requiere deshacer el confuso
embrollo en que se han envuelto las historias de los antiguos reinos de León,
Castilla y Toledo, poniendo en claro la particular de cada una de estas
regiones.
Mientras se sigan confundiendo los nombres de Castilla, León y Castilla la Nueva , y con ellos los
pueblos, países y entidades históricas que a cada uno corresponden, la cuestión
federal del Estado español estará, desde el arranque, mal planteadas.
Aunque en menor grado que los catalanes y los vascos, muchos son los
pueblos de España que poseen los elementos básicos de una nacionalidad,
principalmente una larga historia propia.
En sus entrañas están latentes el sentimiento y la conciencia de
comunidad nacional, prestos a desarrollarse en cuanto las circunstancias les
sean propicias. Bastaría, por ejemplo,
que el pueblo leonés conociera claramente el asiento geográfico de su región y
su particular historia para que de manera natural se despertara en él la conciencia
de su ser, hoy generalmente confundido con el de Castilla. Y presentamos en primer lugar este ejemplo de
la región leonesa por su gran significación.
Entre todos los pueblos de España probablemente es el leonés el más
llamado a afirmar la conciencia de su nacionalidad histórica; España entera, y
no sólo él, lo necesita para resolver cabalmente uno de sus mayores
problemas. Por la amplitud del país -de la Liébana a la Sierra de Gata y del Bierzo
a Béjar-, la variedad de sus comarcas -la Montaña de León, el Bierzo, la Tierra de Campos, la Sanabria , la Tierra de Sayago, la Tierra del Vino, el Campo
de Salamanca, la Berzosa ,
la Sierra de
Francia...- y la belleza de muchas de ellas, y su prominente lugar en la
historia de España, la región leonesa es una de las más destacadas de nuestra
patria.
Considerado en su conjunto regional, León desempeñó durante los siglos
más duros de la
Reconquista un papel de primer orden en la historia
peninsular. Seria imposible imaginar el
Medioevo español sin la participación leonesa.
Por su actividad en aquéllos tiempos y en siglos posteriores, la corona
de León fue entre todos los estados peninsulares la entidad politica que mayor
influjo ejerció en el destino de la nación española, realidad histórica mucho
más importante de lo que generalmente se cree.
El mejor servicio que León podría prestar a Castilla y a España entera
para la solución definitiva de la cuestión nacional por excelencia no es
propugnar esa confusa y confundidora región castellano-leonés-manchega, a
contrapelo de la historia, la geografía y los intereses de los respectivos
pueblos, sino recobrar su propia y singular personalidad otrora sobresaliente
en el conjunto de las Españas y hoy más caída en el olvido que ninguna. Empresa aún más ardua para los leoneses que
la acometan que la -con análogos propósitos en cuanto a Castilla- ya iniciada
por algunos castellanos.
Por otra parte, no sólo confuso y confundidor en el panorama político de
las Españas es, en efecto, ese criterio de mezclar en un conglomerado
castellano-leonés regiones y pueblos geográfica e históricamente tan distintos,
sino también injusto, grandemente injusto, en lo referente a la organización
estatal. No podemos comprender -si no es
por grave carencia de sentido político o por inconsciente complejo de
inferioridad- como, cuando se intenta resolver el problema de las autonomías de
los pueblos de España en un gran Estado español que, sin unificarlos, una a todos ellos en pie de igualdad-, cuando
asturianos, aragoneses, valencianos, andaluces, canarios... reclaman su propio
gobierno interno con los mismos derechos que catalanes, vascos o gallegos -lo
que debe concretarse en la igual composición de un senado o cámara federal-; un
grupo de leoneses y castellanos comience por proponer que el peso de los votos
de sus respectivos pueblos o regiones sea la mitad -o la tercera parte si se
incluye a Castilla la Nueva- del de los demás integrantes de la Unión , puesto que juntos
formarían una sola entidad politicogeográfica, no obstante la importancia y la
personalidad histórica de cada uno de ellos.
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