A continuación se ofrecen cuatro artículos de Luis Carretero y Nieva(1879-1950) -padre de Anselmo Carretero Jiménez- llenos de densidad, orientados a esclarecer el problema castellano en lucha dialéctica -diferenciativa con respecto a León, pues de León viene la confusión histórica y la confusión política.
Léalos y disfrútelos porque merece la pena.
FIJANDO PRINCIPIOS (I)
Dáse el caso curioso de que a la ciudad de León actual, educada bajo la dirección o el ejemplo de Fernando de Castro, Azcárate, Sierra Pambley y otros respire un ambiente modernísimo, pletórico de tolerancia y de comprensión de toda clase de ideales y aspiraciones, limpio de todo prurito imperialista y resulte que las comarcas de la región que más puramente sienten los afanes políticos de la vieja nacionalidad leonesa -tan opuestos a los típicos de la tradición nacional castellana- sean las orientales del viejo leonés, precisamente las que incurren en la paradoja de llamarse castellanas, de creer ser centro de Castilla y depositarias de los ideales castellanos. No puede negarse a nadie el derecho a definirse a si propio y a marcarse sus orientaciones, pero no se puede tolerar que se embrollen en las cuestiones v los conceptos, dificultando al ajeno que su autodeterminación sea claramente entendida y propagada, por un uso impropio de las palabras, principalmente de los nombres, por muy popular que se haya hecho la adulteración.
Ahora bien, hay que preguntar si Castilla ha aceptado como propios estos ideales leoneses, y renunciando a los que ella, por sí misma se formó. Según algunos tratadistas, por cierto muy eminentes, después de la unión con León, fue Castilla la que ejerció la hegemonía y propagó por España la idea unitaria. Esto, que evidentemente es paradójico, no se confirma por los hechos, ya que los reyes privativos de Castilla, amparan y engrandecen sus instituciones, mientras que los reyes que también lo eran de León, las persiguen, imponiendo las normas seculares leonesas.
Hay un hecho cierto que nadie discute ni niega: Castilla se separa de León por un acto del pueblo, no por ambición de un personaje que quiere ceñirse la corona y afirma su independencia por aversión al carácter nobiliario gótico leonés y los ideales políticos leoneses. Una vez separa. da, se orienta hacia Vasconia y ratifica su hostilidad a la civilización goda. El imperio es repudiado, pero Castilla, que siente el anhelo de todos los estados españoles de vivir agregados, pero sin unitarismo ni imperio, no rechazasen juntarse con León en Alfonso VI, pero sosteniendo la oposición al imperio leonés, que hace ostensible en un documento ostensible de tanto valor histórico como el Poema de Mío Cid, contrario a la nobleza leonesa y a los usos leoneses, cual otros documentos de la época castellana, sobre la que observa Menéndez Pidal que, en coplas y refundiciones posteriores, se ha omitido o atenuado todo lo que significase divergencia de León. Los reyes particulares de Castilla, y con ellos el aragonés Alfonso, el Batallador, gobernante efectivo y sobresaliente de Castilla, gran propulsor de las instituciones comuneras, gobiernan de acuerdo con las instituciones y voluntad del pueblo castellano, expresadas secularmente en oposición al centralismo unitarista de la monarquía leonesa. Así, Alfonso VIII, rey de Castilla, pero no de León, hace revivir en Castilla su primitivo sentido político vasco, acoge a Guipúzcoa dentro del reino castellano, cuyas fronteras lleva a las riberas del Guadalquivir, pero, ni en Guipúzcoa, ni en Andalucía, impone unificación de ninguna clase, sino que. sigue respetando la variedad natural; Guipúzcoa continúa con sus fueros y tratada como nación separada y Alfonso no pretende llevar la institución comunera más allá del Tajo, ni la establece en la tierra de Campos (entonces en sus dominios) donde conserva la vida política al uso leonés; no pretende la imposición del unitarismo.
Los reyes castellanos, después de recibir en su cabeza la corona de León, gobiernan a Castilla al modo leonés, adulterando las instituciones castellanas, minando su democracia, pretendiendo arraigar en Castilla el feudalismo gótico leonés, que el rey de León, Alfonso VI, al adquirir el reino castellano, propaga por nuestro país, dando a un personaje de tanta significación leonesa como Pedro Ansúrez, un señorío sobre la Comunidad de Villa y Tíerra de Cuéllar y otro que comprendía todo el término de la Comunidad de la Villa y Tierra de Madrid y parte del de Segovia, conducta que se continúa, pues Isabel la Católica, faltando a su juramento, como por lo visto es costumbre entre reyes, arranca a la Comunidad de Segovia tierras para el señorío de Andrés Cabrera. No es esto sólo, hay combate a la norma democrática secular castellana: Alfonso XI atropella la facultad de elección popular de la comunidad de Segovia, estableciendo, el nombramiento de regidores perpetuos y -nombrándolos.
Después de la unión con León ' esto hacen los reyes en toda Castilla, no solamente, en Madrid y Segovia. No hay por ninguna parte hegemonía del pueblo castellano, hay un cambio en la conducta de sus monarcas hacia el viejo ideal de hegemonía leonesa destruyendo toda democracia y todo el respeto a las variedades que son tradicionales en Castilla imponiendo el poder omnímodo de la realeza y con él, el absolutismo unitarista. ,
Luis CARRETERO
(“Segovia Republicana”, agosto 1931)
(Regionalismo castellano nº 4, pag 29-31)
FIJANDO PRINCIPIOS (II)
Ha quedado claramente sentado que la doctrina de constituir España bajo un régimen de unitarismo rígido y un poder monárquico absoluto es teoría creada por la monarquía astur-leonesa y aspiración constante de los organismos directores del Estado astur-leonés. Está claro que Castilla se separó de León por su incompatibilidad con esos criterios y por el deseo popular de seguir automáticamente una norma contraria. Es otro hecho cierto que el Gobierno de Castilla cayó en manos de unos reyes que también lo eran de León, que descendían directamente de la dinastía goda leonesa y que en su gobierno castellano reanimaron y volvieron a poner en práctica la vieja tradición de sus ascendientes leoneses, continuando el desarrollo del programa primitivo de sus antepasados de León y combatiendo en Castilla contra toda la Constitución que esta nacionalidad se había dado a sí misma, conducta real que contrasta con la seguida por los monarcas que gobernaban solamente en Castilla.
Otro hecho cierto es que después de la -unión de León y de Castilla, la hegemonía cae totalmente en la realeza, sin que -el pueblo castellano tenga en el Gobierno una intervención mayor que la que disfrutaba el pueblo leonés sino que se vio perseguido por la ambición de los monarcas castellano leoneses que, en todo momento y por todos los medios, procuraron anular las prerrogativas que le restaban al pueblo castellano, llevadas de su afán desmedido de concentrar todo el poder en la corona y restaurar el viejo ideal del unitarismo leonés.
Dando virtualidad a estos hechos pretéritos, hay otro actual; en provincias del viejo reino leonés, ya por tanto fuera de Castilla, numerosos elementos sostienen la teoría unitaria y en nombre de ella repudian todo movimiento autonómico por débil y moderado que sea, demostrando que comparten y sienten como propio el criterio político secular característico de la nacionalidad leonesa, pero tomando al hacerlo una representación de Castílla, que los castellanos deben de denunciar. Son ellos, no somos nosotros, quienes revuelven la Historia y quienes nos llevan a este terreno de discusión en el que entramos con toda tranquilidad.
A pesar de todos estos antecedentes, conocidos de sobra por todos los que hayan echado una ligera mirada de curiosidad al pasado, se propaga bulliciosamente, se repite con abrumadora insistencia y se toma como verdad indiscutible, el hecho falso de que el pueblo castellano haya impuesto su hegemonía en España obligando a aceptar el unitarismo, modelando la estructura nacional, fijando un tipo patrón de vida española y creando los ideales de absolutismo imperialista, comparables hasta con la mínima y arcaica libertad foral, que fueron característicos de la monarquía recientemente expulsada, ideales sustentados por muchos de sus servidores, que no obstante se llamaban liberales, ideario que sería extraño viésemos defendido para su realización por la República, desde las filas de ese agrarismo (*) donde se agrupan todos los intereses en conservar cuantos agentes de destrucción de la libertad del pueblo español crecieron amparados en interpretaciones abusivas del concepto de unidad nacional, del principio de autoridad, del sentimiento religioso, o del derecho de propiedad.
Esta mixtificación de la gestión histórica de España, atribuyendo al pueblo castellano la hegemonía directora en este proceso y la supremacía de su espíritu en el conjunto nacional, ha sido sostenida por una extraña de intereses o pasiones:
En primer lugar ha actuado la monarquía. El afán de ésta ha sido el de no tolerar el más significante movimiento que restase alguna parte de su poder absoluto, por mínima que fuese. Supo muy bien la monarquía utilizar en el pueblo castellano, ese amor a la tradición tan arraigado hasta ahora en las masas populares, amor fácil de ser manejado porque la tradición tiene que ser enseñada, se conserva en los pueblos al dictado y la monarquía se encontró con el terreno abonado para hacer creer al pueblo castellano que él era el señor de España, que el Estado había sido construido por él, que él tenía la obligación de conservarle sin modificación y que los que pretendiesen cambiarle eran enemigos de Castilla. Estos pobres aldeanos castellanos, que habían visto todo su sistema económico destruido por el centralismo monárquico, prescindían de la ruina de su país por la monarquía y se exaltaban cada vez que una región española era una creación exclusiva de Castilla, y que Castilla era consustancial con ella.
Se da la paradoja de que también los directores de los movimientos de emancipación regional han contribuido a esta mixtificación. Sabino Arana, Prat de la Riba (pese a su gran cultura y soberana inteligencia) y el contemporáneo Rovira y Virgili incurren en el error, un poco pasional, de atribuir al humilde y hoy debilísimo pueblo castellano, la imposición, sobre Cataluña o sobre Vasconia, de una hegemonía que no ha ejercido en España nadie más que la dinastía, de origen asturleonés, en la que se sumió la de Castilla, del mismo modo que las restantes dinastías de la España medieval. Cae Sabino Arana en la equivocación de prescindir de la parte importantísima que el pueblo tomó en la gestación de la personalidad histórica de la Castilla genuina, en los fastos de la liberación de Castilla del imperialismo astur-leonés y en la actuación que recíprocamente desempeñó Castilla en el desarrollo del pueblo e instituciones vascongadas. Prescinden Prat de la Riba y Rovira y Virgili del hecho de que esa monarquía española, destructora de todas nuestras libertades, no adquirió su preponderancia y poder por el solo hecho del pueblo castellano, sino por el concurso de toda España. Más acertada y más gallardamente hubieran obrado si, en vez de concentrar sus ataques sobre un pueblo aniquilado por la misma monarquía que sufrían vascos y catalanes, hubiese dirigido sus tiros al absolutismo centralista de los reyes.
Colaboran también en estas mixtificaciones los elementos retrógrados, aunque se llamen liberales, que, desde sus posiciones en varias provincias leonesas, han venido sosteniendo la consustancialidad de León con Castilla, y de ambas con la desaparecida monarquía, los que pretendían asociar estas dos regiones para formar una falange defensora del centralismo, los que estimulaban la hostilidad de nuestro pueblo hacia las regiones que ansiaban la autonomía, los que veían en el unitarismo monárquico un instrumento para dominar a Castilla con sus mesnadas caciquiles aprovechándose del ambiente de pasión, creado por la ceguera de los autonomistas al no ver cuál era su verdadero enemigo y su efectivo tirano, al no darse cuenta de que Castilla, lejos de ser un país dominador, era tan dominado y más destruido por el centralismo, que Cataluña y Vasconia. No vamos a cometer la injusticia de imputar al pueblo de la región leonesa estos pecados de sus caciques, pero tampoco va a ser nuestra alta estimación a ese pueblo vecino, motivo de indulgencia para los mixtificadores.
De acuerdo con la actuación de las caciques de la región leonesa, hay otra de los mangoneadores de la política castellana en los últimos tiempos de la monarquía de Alfonso de Borbón, coincidente con los designios de los primeros en cuanto a evitar que el pueblo de-Castilla se diese cuenta de su real situación y de la devastación de su patrimonio secular y de sus instituciones autonómicas por el centralismo monárquico.
La monarquía procedió con el pueblo de la vieja Castilla como don Juan de Robres; hizo un hospital, pero primero había hecho los pobres. Cuando por su insaciable apetito había sembrado por Castilla la miseria, afirmó su poder distribuyendo mercedes insignificantes, pero convenciendo a nuestra gente mendicante de que no la quedaba más amparo ni más porvenir que la prosperidad de su limosnero a quien, por agradecimiento y por conveniencia, debía de defender de todos aquellos que intentasen su preponderancia.
(*) Los agrarios, la C. E. D. A. y las J. 0. N. S. defienden, en 1936, el regionalismo nacionalista de Castilla y León.
Luis CARRETERO ("Segovia Republicana", 5 agosto 1931.)
(Regionalismo castellano nº 4, pag 31-34)
FIJANDO PRINCIPIOS (III)
La tradición de Castilla es de Comunidades libres no de regiones
La palabra región ha tomado en España un significado político definido por la supervivencia de territorios que, en una u otra época, tuvieron su expresión en los antiguos reinos o principados, coincidentes con una modalidad de pueblo, homogénea dentro de sí, pero diferenciada del resto peninsular, que se ha conservado por tradición.
Esta gran fuerza de unificación interna y diferenciación externa, existe también en el viejo reino de León -hoy olvidado en cinco provincias- constituyendo una idea firmemente sentido por sus habitantes, sin que la diferenciación deje de existir como una realidad efectiva, por la pretendida identidad con Castilla, ya que esta identidad no es sino una falacia alentada por designios de quienes pretenden buscar en ella un fundamento para adquirir un dominio que les permita utilizar las fuerzas castellanas en beneficio de interés o pasiones de algunas oligarquías establecidas en-la región leonesa.
Entre todos estos territorios españoles quedan dos que carecen de unificación interior: Castilla y el país vasco-navarro. La primera no tiene, ni unificación interior, ni diferenciación exterior, y el segundo, es país con diferenciación externa, basada en un tipo carácter etnológico y en un lenguaje, insuficiente como hecho diferencial, por cuanto que el vascuence dista mucho de ser el lenguaje general del país vasco, por lo que la diferenciación se procura acentuar, por no ser de uso general, ya que, ni los caracteres de etnología, ni el idioma, por no ser de uso general, tienen la eficacia que pudiera derivarse de particularidades de orden económico, de tal modo que la acentuación de la personalidad vasca, como entidad política se busca principalmente en la índole de las relaciones que hasta ahora ha llevado con el Estado, pues en el aspecto económico, una parte del país vasco-navarro tiene grandes coincidencias con Aragón y otras partes la tienen con Castilla. Por otra parte la personalidad de Guipúzcoa o de Navarra, de Álava o de Vizcaya, tiene mucha más fuerza de caracterización particular que la general de Vasconia. El carácter económico particular de cada una de estas provincias, tan radicalmente distintas de las restantes, impide en absoluto la concepción de un tipo general de economía vasco-navarra. (*)
La tradición de Castilla, tomada como una de estas entidades de gran unificación interna y de gran diferenciación externa no puede conservarse por la sencillísima razón de que jamás ha existido esta realidad, puesto que, como hemos dicho, como hemos repetido y como repetiremos, el reino de Castilla no era una unidad, era una federación de unidades, sin igualdad de organización, sino con una riquísima floración de variedad de instituciones. El señor Arévalo, inspirándose acaso en Colmenares, nos ha hablado de la importancia de la Extremadura Castellana, país que llegó a ser considerado como reino distinto del de Castilla, es decir, como diferente del que las tierras de Burgos formaban con las de Santander y la Rioja, pero, aún dentro de esta Extremadura, tampoco había unidad, sino una multiplicidad de pequeñas repúblicas, las Comunidades, contenidas además en grupos intermedios de federación, como la hermandad de las Comunidades Segovianas, que sólo abarcaban una parte de la Extremadura Castellana.
Así, como dice Albornoz, no ha quedado ni la tradición ni el sentimiento de una región constituida por el territorio que fue Castilla, pero en cambio se ha formado otro. Por evolución a lo largo de los tiempos, y con una indudable tradición viejísima por base, se ha formado el concepto regional de La Montaña, el concepto regional de la Rioja, el concepto regional de Segovia, etc. La traducción inicial de estas regiones en entidades políticas constituidas se inició acaso en esas Hermandades, como la Hermandad de las Comunidades en Segovia, o como la Hermandad de la Marina, en Santander. El hecho es que no existe hoy la región de Castilla, pues ni Castilla se ha fundido en una región con el reino de León, ni sigue con su personalidad de siempre, ni se ha constituido una región sobre el terreno de lo que fue Castilla. Hablar de una región castellana actual, es hablar de una cosa que no existe, pues lo que se ha dado en llamar Castilla en el lenguaje corriente en España, es pura y simplemente el reino de León, sin relación alguna con Castilla.
El país vasco-navarro(*) es el conjunto de cuatro provincias firmemente definidas. Es el mismo caso de Castilla, donde no hay una región sino seis regiones pequeñas: La Montaña, La Rioja, cte., y entre estas regiones, con personalidad firmísima, con carácter propio, con economía propia, grande o chica, con instituciones propias, tan definida como la que más, nuestra Tierra de Segovia y por consiguiente, esa entidad llamada la provincia, tan discutida en muchas regiones de España, es en Castilla y en el país vasco-navarro con alguna rectificación de límites, una evidente realidad que corresponde a una región, a una colectividad de pueblos con lazos de unión interior y diferenciación exterior.
(*) En el libro de "Las nacionalidades españolas", de Anselmo Carretero y Jiménez, se estudia y se presenta a Navarra como un pueblo con personalidad propia, independiente del País Vasco.
Luis CARRETERO
(“Segovia Republicana", 6 agosto 1931.)
(Regionalismo castellano nº 4, pag 34-36)
FIJANDO PRINCIPIOS (IV)
La tradición de Castilla es de Comunidades libres
Si con eso se quiere decir que la organización de Castilla tenía como cualidad característica, la existencia y preponderancia de funciones de unas Corporaciones potentes, elegidas libremente por el pueblo, con un poder fuerte y grandes facultades ante el poder real como la de algunas ciudades alemanas e italianas' constitutivas de repúblicas con territorio propio, la afirmación es muy cierta.
Pero si con eso se quiere decir que la vida pública de Castilla tenía como esferas de acción, de una parte, la extensión total del reino en que actuaba una monarquía, y de otra solamente las Corporaciones locales, es decir, que se entiende que en Castilla, y dentro del territorio regido por sus reyes, no había más manifestación de vida política que la de la población, ciudad, villa, lugar o aldea y que los órganos de administración de estas entidades tenían una gran plenitud de facultades, el principio es falso y contrario a la realidad. Es un caso más de confusión de la estructuración leonesa con la castellana.
En Castilla el organismo puramente municipal, el que regula la vida de una aglomeración de familias, establecidas en una población o en varias contiguas, pero ligadas siempre por una convivencia de vecindad en comunicación constante y cotidiana apenas tenía existencia, sino que por el contrario, estaba subordinada a una Corporación de más amplio poder y de más amplia extensión territorial: la Comunidad, con toda la plenitud de funciones judiciales, administrativas y militares, etcétera, o la Merindad comunera, en la que las funciones judiciales estaban separadas y conferidas a un merino, como en la llamada Merindad de la Rioja, residente en Santo Domingo de la Calzada. En Castilla la población, aldea, lugar, etc., apenas tiene personalidad, ni aislada ni agrupada, apenas tiene facultad pues la entidad fundamental y preponderante, la Comunidad, es entidad que actúa sobre territorios de gran extensión en los que, como en el caso de la Tierra de Segovia, se pueden medir distancias de más de cien kilómetros, condición que hace imposible el cuidado de los intereses de la vida de convecinos, que es suficiente para probar que los fije y el objeto de estas Corporaciones son muy distintos de los que tienen que atender los organismos de la vida municipal.
Es decir, que en Castilla el organismo libre no es el municipio, sino otro de carácter de Gobierno regional, o sea que en Castilla, por estar el organismo local supeditado a la Comunidad, no existe la tradición de la supremacía del Municipio, aun cuando sí la de la plenitud de libertad del organismo regional. La Comunidad es, además, organismo de distinto origen que el denominado Municipio y que corresponde a organizaciones que, según varios autores, ya existían entre nuestros ascendientes antes de la llegada de los romanos. La expresión de la tradición comunera en los fueros escritos, su desarrollo, teniendo siempre presente la vieja raíz, es labor de Castilla en colaboración con Vasconia y sin intervención leonesa; se, inicia en el fuero vasco-castellano, de Nájera, se continúa en el de Miranda de Ebro, donde se exime la jurisdicción del merino, sigue en Belorado y Burgos y llega a su plena ex. presión en la redacción de Sepúlveda, de donde toman sus normas Cuenca, Calatayud, Daroca y Teruel, pues la comunidad como organismo adecuado a una realidad geográfica, se extiende por todo el país castellano-aragonés que constituye la región geográfica serrana central española. En Ávila comprende la Comunidad doscientos diez pueblos; en Daroca, ciento diez, y en Teruel, ochenta Y dos. Como se ve aquí hay una tradición de repúblicas libres, pero no de Municipio libre que, si alguna vez aparece como en las nueve villas de Daroca, sigue perteneciendo a la Comunidad, aun cuando tenga, como El Espinar, fuero propio, dado por la Comunidad como organismo superior del territorio.
En oposición a la aspiración de la organización de España en regiones autónomas, se presenta la creación de Municipios libres que actúen sobre una agrupación de familias constituidas y viviendo en vecindad. Este Municipio libre no es castellano; es el Municipio leonés de origen godo-romano, iniciado en la legislación con el fuero de León de 1020. Este Municipio es el que, tan general e impropiamente se llama castellano; este Municipio leonés es el que, hace pocas semanas se tomaba como fundamento para un proyecto de reorganización regional en una reunión celebrada en Valladolid en que los reunidos cayeron una vez más en la equivocación de tomar por castellana la tradición leonesa de dicha ciudad y en el error de suponer semejantes e iguales a las inconfundibles de León y Castilla respectivamente.
Luis CARRETERO ("Segovia Republicana", 7 agosto 1931.
(Regionalismo castellano nº 4, pag 36-38)
Léalos y disfrútelos porque merece la pena.
FIJANDO PRINCIPIOS (I)
Dáse el caso curioso de que a la ciudad de León actual, educada bajo la dirección o el ejemplo de Fernando de Castro, Azcárate, Sierra Pambley y otros respire un ambiente modernísimo, pletórico de tolerancia y de comprensión de toda clase de ideales y aspiraciones, limpio de todo prurito imperialista y resulte que las comarcas de la región que más puramente sienten los afanes políticos de la vieja nacionalidad leonesa -tan opuestos a los típicos de la tradición nacional castellana- sean las orientales del viejo leonés, precisamente las que incurren en la paradoja de llamarse castellanas, de creer ser centro de Castilla y depositarias de los ideales castellanos. No puede negarse a nadie el derecho a definirse a si propio y a marcarse sus orientaciones, pero no se puede tolerar que se embrollen en las cuestiones v los conceptos, dificultando al ajeno que su autodeterminación sea claramente entendida y propagada, por un uso impropio de las palabras, principalmente de los nombres, por muy popular que se haya hecho la adulteración.
Ahora bien, hay que preguntar si Castilla ha aceptado como propios estos ideales leoneses, y renunciando a los que ella, por sí misma se formó. Según algunos tratadistas, por cierto muy eminentes, después de la unión con León, fue Castilla la que ejerció la hegemonía y propagó por España la idea unitaria. Esto, que evidentemente es paradójico, no se confirma por los hechos, ya que los reyes privativos de Castilla, amparan y engrandecen sus instituciones, mientras que los reyes que también lo eran de León, las persiguen, imponiendo las normas seculares leonesas.
Hay un hecho cierto que nadie discute ni niega: Castilla se separa de León por un acto del pueblo, no por ambición de un personaje que quiere ceñirse la corona y afirma su independencia por aversión al carácter nobiliario gótico leonés y los ideales políticos leoneses. Una vez separa. da, se orienta hacia Vasconia y ratifica su hostilidad a la civilización goda. El imperio es repudiado, pero Castilla, que siente el anhelo de todos los estados españoles de vivir agregados, pero sin unitarismo ni imperio, no rechazasen juntarse con León en Alfonso VI, pero sosteniendo la oposición al imperio leonés, que hace ostensible en un documento ostensible de tanto valor histórico como el Poema de Mío Cid, contrario a la nobleza leonesa y a los usos leoneses, cual otros documentos de la época castellana, sobre la que observa Menéndez Pidal que, en coplas y refundiciones posteriores, se ha omitido o atenuado todo lo que significase divergencia de León. Los reyes particulares de Castilla, y con ellos el aragonés Alfonso, el Batallador, gobernante efectivo y sobresaliente de Castilla, gran propulsor de las instituciones comuneras, gobiernan de acuerdo con las instituciones y voluntad del pueblo castellano, expresadas secularmente en oposición al centralismo unitarista de la monarquía leonesa. Así, Alfonso VIII, rey de Castilla, pero no de León, hace revivir en Castilla su primitivo sentido político vasco, acoge a Guipúzcoa dentro del reino castellano, cuyas fronteras lleva a las riberas del Guadalquivir, pero, ni en Guipúzcoa, ni en Andalucía, impone unificación de ninguna clase, sino que. sigue respetando la variedad natural; Guipúzcoa continúa con sus fueros y tratada como nación separada y Alfonso no pretende llevar la institución comunera más allá del Tajo, ni la establece en la tierra de Campos (entonces en sus dominios) donde conserva la vida política al uso leonés; no pretende la imposición del unitarismo.
Los reyes castellanos, después de recibir en su cabeza la corona de León, gobiernan a Castilla al modo leonés, adulterando las instituciones castellanas, minando su democracia, pretendiendo arraigar en Castilla el feudalismo gótico leonés, que el rey de León, Alfonso VI, al adquirir el reino castellano, propaga por nuestro país, dando a un personaje de tanta significación leonesa como Pedro Ansúrez, un señorío sobre la Comunidad de Villa y Tíerra de Cuéllar y otro que comprendía todo el término de la Comunidad de la Villa y Tierra de Madrid y parte del de Segovia, conducta que se continúa, pues Isabel la Católica, faltando a su juramento, como por lo visto es costumbre entre reyes, arranca a la Comunidad de Segovia tierras para el señorío de Andrés Cabrera. No es esto sólo, hay combate a la norma democrática secular castellana: Alfonso XI atropella la facultad de elección popular de la comunidad de Segovia, estableciendo, el nombramiento de regidores perpetuos y -nombrándolos.
Después de la unión con León ' esto hacen los reyes en toda Castilla, no solamente, en Madrid y Segovia. No hay por ninguna parte hegemonía del pueblo castellano, hay un cambio en la conducta de sus monarcas hacia el viejo ideal de hegemonía leonesa destruyendo toda democracia y todo el respeto a las variedades que son tradicionales en Castilla imponiendo el poder omnímodo de la realeza y con él, el absolutismo unitarista. ,
Luis CARRETERO
(“Segovia Republicana”, agosto 1931)
(Regionalismo castellano nº 4, pag 29-31)
FIJANDO PRINCIPIOS (II)
Ha quedado claramente sentado que la doctrina de constituir España bajo un régimen de unitarismo rígido y un poder monárquico absoluto es teoría creada por la monarquía astur-leonesa y aspiración constante de los organismos directores del Estado astur-leonés. Está claro que Castilla se separó de León por su incompatibilidad con esos criterios y por el deseo popular de seguir automáticamente una norma contraria. Es otro hecho cierto que el Gobierno de Castilla cayó en manos de unos reyes que también lo eran de León, que descendían directamente de la dinastía goda leonesa y que en su gobierno castellano reanimaron y volvieron a poner en práctica la vieja tradición de sus ascendientes leoneses, continuando el desarrollo del programa primitivo de sus antepasados de León y combatiendo en Castilla contra toda la Constitución que esta nacionalidad se había dado a sí misma, conducta real que contrasta con la seguida por los monarcas que gobernaban solamente en Castilla.
Otro hecho cierto es que después de la -unión de León y de Castilla, la hegemonía cae totalmente en la realeza, sin que -el pueblo castellano tenga en el Gobierno una intervención mayor que la que disfrutaba el pueblo leonés sino que se vio perseguido por la ambición de los monarcas castellano leoneses que, en todo momento y por todos los medios, procuraron anular las prerrogativas que le restaban al pueblo castellano, llevadas de su afán desmedido de concentrar todo el poder en la corona y restaurar el viejo ideal del unitarismo leonés.
Dando virtualidad a estos hechos pretéritos, hay otro actual; en provincias del viejo reino leonés, ya por tanto fuera de Castilla, numerosos elementos sostienen la teoría unitaria y en nombre de ella repudian todo movimiento autonómico por débil y moderado que sea, demostrando que comparten y sienten como propio el criterio político secular característico de la nacionalidad leonesa, pero tomando al hacerlo una representación de Castílla, que los castellanos deben de denunciar. Son ellos, no somos nosotros, quienes revuelven la Historia y quienes nos llevan a este terreno de discusión en el que entramos con toda tranquilidad.
A pesar de todos estos antecedentes, conocidos de sobra por todos los que hayan echado una ligera mirada de curiosidad al pasado, se propaga bulliciosamente, se repite con abrumadora insistencia y se toma como verdad indiscutible, el hecho falso de que el pueblo castellano haya impuesto su hegemonía en España obligando a aceptar el unitarismo, modelando la estructura nacional, fijando un tipo patrón de vida española y creando los ideales de absolutismo imperialista, comparables hasta con la mínima y arcaica libertad foral, que fueron característicos de la monarquía recientemente expulsada, ideales sustentados por muchos de sus servidores, que no obstante se llamaban liberales, ideario que sería extraño viésemos defendido para su realización por la República, desde las filas de ese agrarismo (*) donde se agrupan todos los intereses en conservar cuantos agentes de destrucción de la libertad del pueblo español crecieron amparados en interpretaciones abusivas del concepto de unidad nacional, del principio de autoridad, del sentimiento religioso, o del derecho de propiedad.
Esta mixtificación de la gestión histórica de España, atribuyendo al pueblo castellano la hegemonía directora en este proceso y la supremacía de su espíritu en el conjunto nacional, ha sido sostenida por una extraña de intereses o pasiones:
En primer lugar ha actuado la monarquía. El afán de ésta ha sido el de no tolerar el más significante movimiento que restase alguna parte de su poder absoluto, por mínima que fuese. Supo muy bien la monarquía utilizar en el pueblo castellano, ese amor a la tradición tan arraigado hasta ahora en las masas populares, amor fácil de ser manejado porque la tradición tiene que ser enseñada, se conserva en los pueblos al dictado y la monarquía se encontró con el terreno abonado para hacer creer al pueblo castellano que él era el señor de España, que el Estado había sido construido por él, que él tenía la obligación de conservarle sin modificación y que los que pretendiesen cambiarle eran enemigos de Castilla. Estos pobres aldeanos castellanos, que habían visto todo su sistema económico destruido por el centralismo monárquico, prescindían de la ruina de su país por la monarquía y se exaltaban cada vez que una región española era una creación exclusiva de Castilla, y que Castilla era consustancial con ella.
Se da la paradoja de que también los directores de los movimientos de emancipación regional han contribuido a esta mixtificación. Sabino Arana, Prat de la Riba (pese a su gran cultura y soberana inteligencia) y el contemporáneo Rovira y Virgili incurren en el error, un poco pasional, de atribuir al humilde y hoy debilísimo pueblo castellano, la imposición, sobre Cataluña o sobre Vasconia, de una hegemonía que no ha ejercido en España nadie más que la dinastía, de origen asturleonés, en la que se sumió la de Castilla, del mismo modo que las restantes dinastías de la España medieval. Cae Sabino Arana en la equivocación de prescindir de la parte importantísima que el pueblo tomó en la gestación de la personalidad histórica de la Castilla genuina, en los fastos de la liberación de Castilla del imperialismo astur-leonés y en la actuación que recíprocamente desempeñó Castilla en el desarrollo del pueblo e instituciones vascongadas. Prescinden Prat de la Riba y Rovira y Virgili del hecho de que esa monarquía española, destructora de todas nuestras libertades, no adquirió su preponderancia y poder por el solo hecho del pueblo castellano, sino por el concurso de toda España. Más acertada y más gallardamente hubieran obrado si, en vez de concentrar sus ataques sobre un pueblo aniquilado por la misma monarquía que sufrían vascos y catalanes, hubiese dirigido sus tiros al absolutismo centralista de los reyes.
Colaboran también en estas mixtificaciones los elementos retrógrados, aunque se llamen liberales, que, desde sus posiciones en varias provincias leonesas, han venido sosteniendo la consustancialidad de León con Castilla, y de ambas con la desaparecida monarquía, los que pretendían asociar estas dos regiones para formar una falange defensora del centralismo, los que estimulaban la hostilidad de nuestro pueblo hacia las regiones que ansiaban la autonomía, los que veían en el unitarismo monárquico un instrumento para dominar a Castilla con sus mesnadas caciquiles aprovechándose del ambiente de pasión, creado por la ceguera de los autonomistas al no ver cuál era su verdadero enemigo y su efectivo tirano, al no darse cuenta de que Castilla, lejos de ser un país dominador, era tan dominado y más destruido por el centralismo, que Cataluña y Vasconia. No vamos a cometer la injusticia de imputar al pueblo de la región leonesa estos pecados de sus caciques, pero tampoco va a ser nuestra alta estimación a ese pueblo vecino, motivo de indulgencia para los mixtificadores.
De acuerdo con la actuación de las caciques de la región leonesa, hay otra de los mangoneadores de la política castellana en los últimos tiempos de la monarquía de Alfonso de Borbón, coincidente con los designios de los primeros en cuanto a evitar que el pueblo de-Castilla se diese cuenta de su real situación y de la devastación de su patrimonio secular y de sus instituciones autonómicas por el centralismo monárquico.
La monarquía procedió con el pueblo de la vieja Castilla como don Juan de Robres; hizo un hospital, pero primero había hecho los pobres. Cuando por su insaciable apetito había sembrado por Castilla la miseria, afirmó su poder distribuyendo mercedes insignificantes, pero convenciendo a nuestra gente mendicante de que no la quedaba más amparo ni más porvenir que la prosperidad de su limosnero a quien, por agradecimiento y por conveniencia, debía de defender de todos aquellos que intentasen su preponderancia.
(*) Los agrarios, la C. E. D. A. y las J. 0. N. S. defienden, en 1936, el regionalismo nacionalista de Castilla y León.
Luis CARRETERO ("Segovia Republicana", 5 agosto 1931.)
(Regionalismo castellano nº 4, pag 31-34)
FIJANDO PRINCIPIOS (III)
La tradición de Castilla es de Comunidades libres no de regiones
La palabra región ha tomado en España un significado político definido por la supervivencia de territorios que, en una u otra época, tuvieron su expresión en los antiguos reinos o principados, coincidentes con una modalidad de pueblo, homogénea dentro de sí, pero diferenciada del resto peninsular, que se ha conservado por tradición.
Esta gran fuerza de unificación interna y diferenciación externa, existe también en el viejo reino de León -hoy olvidado en cinco provincias- constituyendo una idea firmemente sentido por sus habitantes, sin que la diferenciación deje de existir como una realidad efectiva, por la pretendida identidad con Castilla, ya que esta identidad no es sino una falacia alentada por designios de quienes pretenden buscar en ella un fundamento para adquirir un dominio que les permita utilizar las fuerzas castellanas en beneficio de interés o pasiones de algunas oligarquías establecidas en-la región leonesa.
Entre todos estos territorios españoles quedan dos que carecen de unificación interior: Castilla y el país vasco-navarro. La primera no tiene, ni unificación interior, ni diferenciación exterior, y el segundo, es país con diferenciación externa, basada en un tipo carácter etnológico y en un lenguaje, insuficiente como hecho diferencial, por cuanto que el vascuence dista mucho de ser el lenguaje general del país vasco, por lo que la diferenciación se procura acentuar, por no ser de uso general, ya que, ni los caracteres de etnología, ni el idioma, por no ser de uso general, tienen la eficacia que pudiera derivarse de particularidades de orden económico, de tal modo que la acentuación de la personalidad vasca, como entidad política se busca principalmente en la índole de las relaciones que hasta ahora ha llevado con el Estado, pues en el aspecto económico, una parte del país vasco-navarro tiene grandes coincidencias con Aragón y otras partes la tienen con Castilla. Por otra parte la personalidad de Guipúzcoa o de Navarra, de Álava o de Vizcaya, tiene mucha más fuerza de caracterización particular que la general de Vasconia. El carácter económico particular de cada una de estas provincias, tan radicalmente distintas de las restantes, impide en absoluto la concepción de un tipo general de economía vasco-navarra. (*)
La tradición de Castilla, tomada como una de estas entidades de gran unificación interna y de gran diferenciación externa no puede conservarse por la sencillísima razón de que jamás ha existido esta realidad, puesto que, como hemos dicho, como hemos repetido y como repetiremos, el reino de Castilla no era una unidad, era una federación de unidades, sin igualdad de organización, sino con una riquísima floración de variedad de instituciones. El señor Arévalo, inspirándose acaso en Colmenares, nos ha hablado de la importancia de la Extremadura Castellana, país que llegó a ser considerado como reino distinto del de Castilla, es decir, como diferente del que las tierras de Burgos formaban con las de Santander y la Rioja, pero, aún dentro de esta Extremadura, tampoco había unidad, sino una multiplicidad de pequeñas repúblicas, las Comunidades, contenidas además en grupos intermedios de federación, como la hermandad de las Comunidades Segovianas, que sólo abarcaban una parte de la Extremadura Castellana.
Así, como dice Albornoz, no ha quedado ni la tradición ni el sentimiento de una región constituida por el territorio que fue Castilla, pero en cambio se ha formado otro. Por evolución a lo largo de los tiempos, y con una indudable tradición viejísima por base, se ha formado el concepto regional de La Montaña, el concepto regional de la Rioja, el concepto regional de Segovia, etc. La traducción inicial de estas regiones en entidades políticas constituidas se inició acaso en esas Hermandades, como la Hermandad de las Comunidades en Segovia, o como la Hermandad de la Marina, en Santander. El hecho es que no existe hoy la región de Castilla, pues ni Castilla se ha fundido en una región con el reino de León, ni sigue con su personalidad de siempre, ni se ha constituido una región sobre el terreno de lo que fue Castilla. Hablar de una región castellana actual, es hablar de una cosa que no existe, pues lo que se ha dado en llamar Castilla en el lenguaje corriente en España, es pura y simplemente el reino de León, sin relación alguna con Castilla.
El país vasco-navarro(*) es el conjunto de cuatro provincias firmemente definidas. Es el mismo caso de Castilla, donde no hay una región sino seis regiones pequeñas: La Montaña, La Rioja, cte., y entre estas regiones, con personalidad firmísima, con carácter propio, con economía propia, grande o chica, con instituciones propias, tan definida como la que más, nuestra Tierra de Segovia y por consiguiente, esa entidad llamada la provincia, tan discutida en muchas regiones de España, es en Castilla y en el país vasco-navarro con alguna rectificación de límites, una evidente realidad que corresponde a una región, a una colectividad de pueblos con lazos de unión interior y diferenciación exterior.
(*) En el libro de "Las nacionalidades españolas", de Anselmo Carretero y Jiménez, se estudia y se presenta a Navarra como un pueblo con personalidad propia, independiente del País Vasco.
Luis CARRETERO
(“Segovia Republicana", 6 agosto 1931.)
(Regionalismo castellano nº 4, pag 34-36)
FIJANDO PRINCIPIOS (IV)
La tradición de Castilla es de Comunidades libres
Si con eso se quiere decir que la organización de Castilla tenía como cualidad característica, la existencia y preponderancia de funciones de unas Corporaciones potentes, elegidas libremente por el pueblo, con un poder fuerte y grandes facultades ante el poder real como la de algunas ciudades alemanas e italianas' constitutivas de repúblicas con territorio propio, la afirmación es muy cierta.
Pero si con eso se quiere decir que la vida pública de Castilla tenía como esferas de acción, de una parte, la extensión total del reino en que actuaba una monarquía, y de otra solamente las Corporaciones locales, es decir, que se entiende que en Castilla, y dentro del territorio regido por sus reyes, no había más manifestación de vida política que la de la población, ciudad, villa, lugar o aldea y que los órganos de administración de estas entidades tenían una gran plenitud de facultades, el principio es falso y contrario a la realidad. Es un caso más de confusión de la estructuración leonesa con la castellana.
En Castilla el organismo puramente municipal, el que regula la vida de una aglomeración de familias, establecidas en una población o en varias contiguas, pero ligadas siempre por una convivencia de vecindad en comunicación constante y cotidiana apenas tenía existencia, sino que por el contrario, estaba subordinada a una Corporación de más amplio poder y de más amplia extensión territorial: la Comunidad, con toda la plenitud de funciones judiciales, administrativas y militares, etcétera, o la Merindad comunera, en la que las funciones judiciales estaban separadas y conferidas a un merino, como en la llamada Merindad de la Rioja, residente en Santo Domingo de la Calzada. En Castilla la población, aldea, lugar, etc., apenas tiene personalidad, ni aislada ni agrupada, apenas tiene facultad pues la entidad fundamental y preponderante, la Comunidad, es entidad que actúa sobre territorios de gran extensión en los que, como en el caso de la Tierra de Segovia, se pueden medir distancias de más de cien kilómetros, condición que hace imposible el cuidado de los intereses de la vida de convecinos, que es suficiente para probar que los fije y el objeto de estas Corporaciones son muy distintos de los que tienen que atender los organismos de la vida municipal.
Es decir, que en Castilla el organismo libre no es el municipio, sino otro de carácter de Gobierno regional, o sea que en Castilla, por estar el organismo local supeditado a la Comunidad, no existe la tradición de la supremacía del Municipio, aun cuando sí la de la plenitud de libertad del organismo regional. La Comunidad es, además, organismo de distinto origen que el denominado Municipio y que corresponde a organizaciones que, según varios autores, ya existían entre nuestros ascendientes antes de la llegada de los romanos. La expresión de la tradición comunera en los fueros escritos, su desarrollo, teniendo siempre presente la vieja raíz, es labor de Castilla en colaboración con Vasconia y sin intervención leonesa; se, inicia en el fuero vasco-castellano, de Nájera, se continúa en el de Miranda de Ebro, donde se exime la jurisdicción del merino, sigue en Belorado y Burgos y llega a su plena ex. presión en la redacción de Sepúlveda, de donde toman sus normas Cuenca, Calatayud, Daroca y Teruel, pues la comunidad como organismo adecuado a una realidad geográfica, se extiende por todo el país castellano-aragonés que constituye la región geográfica serrana central española. En Ávila comprende la Comunidad doscientos diez pueblos; en Daroca, ciento diez, y en Teruel, ochenta Y dos. Como se ve aquí hay una tradición de repúblicas libres, pero no de Municipio libre que, si alguna vez aparece como en las nueve villas de Daroca, sigue perteneciendo a la Comunidad, aun cuando tenga, como El Espinar, fuero propio, dado por la Comunidad como organismo superior del territorio.
En oposición a la aspiración de la organización de España en regiones autónomas, se presenta la creación de Municipios libres que actúen sobre una agrupación de familias constituidas y viviendo en vecindad. Este Municipio libre no es castellano; es el Municipio leonés de origen godo-romano, iniciado en la legislación con el fuero de León de 1020. Este Municipio es el que, tan general e impropiamente se llama castellano; este Municipio leonés es el que, hace pocas semanas se tomaba como fundamento para un proyecto de reorganización regional en una reunión celebrada en Valladolid en que los reunidos cayeron una vez más en la equivocación de tomar por castellana la tradición leonesa de dicha ciudad y en el error de suponer semejantes e iguales a las inconfundibles de León y Castilla respectivamente.
Luis CARRETERO ("Segovia Republicana", 7 agosto 1931.
(Regionalismo castellano nº 4, pag 36-38)
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