lunes, 24 de enero de 2022

Rinocerontes JUAN MANUEL DE PRADA

 Rinocerontes


JUAN MANUEL DE PRADA
DOMINGO, 23 DE ENERO DE 2022




Seguramente las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan estén familiarizadas con la figura de Eugène Ionesco, una de las más representativas y acaso perdurables de aquel ‘teatro del absurdo’ que triunfó hace más de medio siglo. Entre las obras más divulgadas de Ionesco existe una titulada El rinoceronte que ha cobrado en nuestros días una vigencia estremecedora. Los ‘expertos’ suelen interpretar esta pieza de Ionesco como una crítica al súbito crecimiento del nazismo en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Pero si El rinocerontenos resulta hoy una obra extraordinariamente perspicaz e interpeladora no es porque se dedique a dar lanzadas a un moro muerto quince años antes de estrenarse, sino por proponernos una aguda sátira del conformismo ambiental que corrompe nuestras sociedades, cada vez más dispuestas a someterse incondicionalmente a las directrices sistémicas, por irracionales que sean. A Ionesco le interesa profundizar en los mecanismos psicológicos empleados para el control y sumisión plena de las masas, de tal modo que las imposiciones más arbitrarias o injustas sean aceptadas gustosamente. Y le interesa satirizar los procesos de masificación o cretinización que facilitan el desarrollo tecnológico y la concentración humana en las grandes urbes, hasta cuajar en un ‘hombre nuevo’ borreguil que se allana sin empacho ante la más rampante irracionalidad. Que Ionesco, para escribir El rinoceronte, se inspirase en la Alemania de los años treinta resulta por completo indiferente; lo verdaderamente llamativo es que describe pasmosamente la situación presente.

Al comienzo de la obra se nos presentan dos tipos humanos perfectamente reconocibles. Juan es el hombre sistémico por excelencia, el tragacionista de todas las milongas: aplastantemente vacuo, pomposo y filisteo, se pretende sin embargo un tipo ‘moderno’. Frente a él, aparece Berenger, un hombre modesto, extremadamente sencillo, que se muestra apocado ante los sabihondos (charlatanes, en realidad) que lo rodean, todos ellos infatuados de sus presuntos conocimientos, que no son sino regurgitaciones de papagayos empachados de pienso sistémico. Entonces irrumpe en las calles de la población donde transcurre la obra un rinoceronte; pero todos los personajes de la obra reprimen la sorpresa que les ha causado, por cobardía o pereza mental, tal vez por miedo, y prefieren ignorar su inconcebible existencia, como hoy eludimos realidades incómodas ligadas a la plaga coronavírica que estamos padeciendo, temerosos de que su simple invocación vaya a tornarlos presentes en nuestras vidas. De este modo, los personajes de la obra de Ionesco, en lugar de hablar del rinoceronte que acaban de ver, discuten sobre el número de cuernos que ostentan estos paquidermos, o sobre las distintas especies que integran la familia rinoceróntida, en un esfuerzo por soslayar la cruda realidad que empieza a imponerse. Y esa cruda realidad nos revela que, poco a poco, comienza la metamorfosis de los hombres sistémicos en rinocerontes; pero, lejos de horrorizarse ante lo que les está sucediendo, estos hombres sistémicos aceptan el hecho como algo irremediable, como una necesaria adaptación a las circunstancias, incluso se esfuerzan por ‘normalizar’ los cambios aberrantes que se producen en su organismo, buscándoles grotescos antecedentes históricos o absurdas justificaciones científicas. «Siempre sucedieron fenómenos semejantes», alegan; y también: «En otros sitios están peor»; o bien: «Tenemos suerte, pues nuestra transformación tiene cierta grandeza». Expresiones muy similares a las que emplea hoy el multivacunado que contrae la enfermedad, después de atender las explicaciones de los expertos de la tele, mientras se consuela con las desgracias todavía peores que sufren los réprobos que no han querido vacunarse.

Frente a esta aceptación resignada de la metamorfosis en rinoceronte sólo se alza Berenger, que aún no ha dimitido del sentido común y del juicio crítico, a diferencia de los hombres sistémicos, para entonces ya convertidos en rinocerontes. Pero este Berenger es un hombre humilde y bohemio que al principio de la obra nos parecía, incluso, un pobre infeliz, comparado con los sabihondos y charlatanes que lo rodeaban. Creo que si a este mundo invadido por una plaga de rinocerontes le queda alguna salvación vendrá de Berenger, de los pocos Berengers que para entonces todavía sobrevivan en la tierra. Pues todo Berenger que ose rebelarse contra la metamorfosis será corneado, aplastado, despedazado por los rinocerontes conformes –¡qué digo conformes, encantadísimos!– de su paquidérmica felicidad e incapaces de soportar a ese tipejo que osa recordarles que en otro tiempo fueron humanos.



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