El problema de que una sexta parte de la humanidad no tenga acceso a alimentos, agua potable, medicamentos y cobijo deriva de un fenómeno que el Papa no mencionó siquiera.
El Papa Francisco celebró en El Vaticano el domingo 18 de Noviembre la Jornada Mundial de los Pobres y pronunció una homilía en la que se deslizaron algunos errores de percepción sobre las causas de la pobreza que, habida cuenta de la gran autoridad moral del Sumo Pontífice, pueden a su vez confundir a los centenares de millones de cristianos y de no cristianos que escuchan sus palabras y les conceden de entrada un crédito considerable. Según el Obispo de Roma, el origen principal de la pobreza es la injusticia y, también según su visión, en el mundo cada vez hay menos ricos, pero que son cada vez más opulentos y, aunque esto no lo dijo explícitamente, pero lo dio a entender, cada vez hay más pobres. Pues bien, examinemos estas afirmaciones de la cabeza suprema de la Iglesia católica a la luz de los hechos.
De acuerdo con los informes periódicos de Naciones Unidas , el Banco Mundial y otras organizaciones internacionales igualmente solventes, el número de personas que en el planeta se encuentran en situación de extrema pobreza -viven, o mejor dicho malviven, con menos de dos dólares diarios- ha disminuido a la mitad en los últimos veinte años y esta tendencia se mantiene de manera acelerada, por lo que en otras dos décadas es previsible que esta franja de población no llegue al diez por ciento del total global. Por consiguiente, al contrario de lo que proclamó dramáticamente Francisco desde su alto magisterio, no hay cada vez más pobres, sino menos, lo que implica que el número de ricos no se reduce, sino que aumenta, a medida que más y más países se incorporan al crecimiento y al progreso. De igual forma, mucha gente cree que la mayor parte de habitantes de la tierra está en países de bajo PIB, cuando la verdad es que el grueso de los seres humanos vive en zonas de renta media o alta y que los que están radicados en naciones de baja renta son los menos. No pocos europeos o norteamericanos se sorprenden asimismo si se les informa que la expectativa de vida media es ya de setenta años a nivel global o que el ochenta por ciento de la humanidad tiene acceso a la electricidad. Por supuesto, los medios colocan en sus portadas o en las horas de máxima audiencia los casos extremos y las tragedias más lacerantes porque este tipo de acontecimientos es el que atrae mayores audiencias, lo que no obsta a que en términos generales la comunidad humana global va ganando terreno a la enfermedad, a la escasez, a la ignorancia y a la opresión, y no al revés. Naturalmente, resta mucho por hacer y todavía son demasiados los que no ven satisfechas sus necesidades elementales y hace bien el Papa en señalarlo y en instar a que se ponga remedio. Sin embargo, no debe reforzar su apelación a la generosidad y a la solidaridad presentando una imagen del mundo en tonos exageradamente pesimistas que no se corresponden con la realidad de su evolución.
En cuanto a la causa fundamental de la pobreza, no es la injusticia, como señaló Francisco en su alocución. La justicia es otra cosa. Consiste en dar a cada cual lo que merece, garantizar que sus derechos sean respetados y obligar a todos a cumplir sus obligaciones en el marco de la ley. El problema de que una sexta parte de la humanidad no tenga acceso a alimentos, agua potable, medicamentos y cobijo a un nivel mínimo deriva de un fenómeno que el Vicario de Cristo no mencionó siquiera en su planteamiento. La riqueza se crea en cantidad suficiente y alcanza al conjunto de la sociedad cuando existe un sistema de instituciones y un orden jurídico que asegura el imperio de la ley, la libertad de empresa, la propiedad privada, la separación de poderes, la honradez de los gobernantes, la democracia representativa y la innovación tecnológica. En cambio, en los regímenes políticos iliberales los ciudadanos quedan condenados a la miseria, a la explotación, al atropello de su dignidad y a la vulneración de sus libertades. Francisco ha de sentar con claridad la idea de que la pobreza se erradica si el entramado institucional, político y jurídico de un pueblo se asemeja al de Dinamarca, Nueva Zelanda, Noruega, Holanda, Suiza o Canadá y no al de Cuba, Irán, Venezuela, Corea del Norte o la República Centroafricana. La denuncia de que unos pocos acaparan lo que “en justicia pertenece a todos” abre una vía conceptual muy peligrosa en la que pueden aparecer colectivismos totalitarios que no sólo no acaban con la pobreza, sino que la generalizan, además de llenar las cárceles de inocentes cuyo único delito es oponerse a la dictadura del partido único.
El grito de los pobres es, en efecto, muy audible, pero no es apagado por “el estruendo de los ricos” como apuntó Francisco en llamativa metáfora, sino por tiranos corruptos y por ideologías inhumanas que con el pretexto de traer la justicia la liquidan y con ella la libertad.