Al condenar el soberanismo y asociarlo con la guerra y el nazismo, el papa Bergoglio lanzó una declaración de guerra mundial en nombre de la paz y los migrantes en el turbulento clima de agosto. No sólo excomulgó a Salvini y bendijo la santa alianza entre el Movimiento 5 Stelle y el  PD, como muchos han señalado, sino que atacó a todos los soberanistas del mundo, de Trump a Putin, del nacionalista indio Modi al católico Orban y al brasileño Bolsonaro, que dirige el país católico más poblado del mundo. No recuerdo una acusación política tan radical y explícita por parte de un papa, al menos en los últimos setenta años, con una comparación tan infame con el nazismo y la guerra. Para encontrar un precedente, debemos volver a la excomunión del papa Pío XII, en el verano de 1949, contra los comunistas. Pero el comunismo era un régimen totalitario y ateo en acción, perseguía a creyentes y disidentes, sofocaba la libertad en la sangre y en el gulag. Aquí estamos ante la excomunión de líderes y movimientos populares, democráticos y libremente elegidos que no han cometido ningún delito y no han hecho ninguna acción o declaración hostil a la fe, a la Iglesia y a los creyentes. Al excomulgarlos, Bergoglio lanzó una comparación imprudente extraída de la propaganda actual entre el soberanismo de hoy y el nazismo y la guerra de ayer y mañana. Sería como acusar de comunismo antioccidental o de complicidad con el fanatismo islámico a cualquiera que quiera traer a inmigrantes ilegales e imponer su bienvenida. Un infundado juicio de intenciones.
Además, cuántas guerras recientes se han librado en nombre de la paz y del Bien contra los poderes del mal; cuántas guerras pacifistas, cuántas exterminios humanitarios, cuántas bombas progresistas han caído sobre las poblaciones, cuántas invasiones para el Bien, cuántos malos tratos y cuánto rechazo democrático de los inmigrantes ilegales. Fue el democrático y pacifista Kennedy quien lideró la guerra en Vietnam y estuvo cerca de la guerra con la URSS en Cuba; y fue el Nixon "malo conservador" quien puso fin a la desafortunada guerra de Vietnam y habló con el comunismo chino.
Al declarar la guerra contra el soberanismo, Bergoglio ha cometido tres actos hostiles en uno: ha ofendido a los católicos que votan libremente a los "soberanistas" reduciéndolos a potenciales seguidores de Hitler y a enemigos de la humanidad y del cristianismo, erigiendo así un muro de odio y desprecio contra ellos; él, que había dicho que quería derribar todos los muros, ha erigido uno, gigantesco, insuperable. Además ha colocado a la Iglesia en un frente político junto a movimientos, gobiernos y organismos laicistas, ateos, masónicos, de izquierdas o proislámicos, opuestos en cualquier caso al cristianismo y a sus valores, a la civilización católica y a la familia cristiana. Y se ha puesto al lado de la Europa anticristiana de los eurócratas, del establishment laicista y del peor capitalismo financiero, en contradicción también con su populismo cristiano-tercermundista. Además, Bergoglio aún no nos ha dicho cuál era su relación con la dictadura argentina cuando era un prelado influyente en su país.
Los católicos berloglianos han protestado con ira y desprecio (pero siempre en nombre de la caridad) contra quienes plantean estas objeciones al papa, acusándolos de insolencia. Es ridículo que estos católicos progresistas recurran al dogma de la infalibilidad del papa y se refugien tras el principio de autoridad que pisotearon hasta ayer, digamos hasta el papa Ratzinger.
El problema es el inverso: no son los que critican las declaraciones políticas de Bergoglio quienes se colocan por encima del papa, sino que es Bergoglio quien desciende por debajo de su papel como papa, hasta el punto de utilizar instrumentos de propaganda políticos y mediáticos de izquierdas con los que se acusa de nazismo a cualquiera que no piense como ellos. Un verdadero pontífice debe construir puentes y no vallas, debe colocarse por encima de los partidos y las ideologías, instar a encontrar un punto de síntesis, esforzándose por salvar un núcleo de verdad en cada una de las partes en liza.
Para los católicos berloglianos, la verdad del Evangelio y del cristianismo no es la transmitida por dos mil años de tradición cristiana, fe, doctrina, ejemplo de santos y teólogos, papas y mártires. Esta verdad sólo consiste en la lectura que Bergoglio hace hoy de todo ello, en un fantasioso vuelo desde el comienzo del cristianismo hasta el Concilio Vaticano II, con una breve escala franciscana. El resto se silencia.
Esta representación maniquea del bien y del mal es infantil y reductora. Los males de los que está infestada la sociedad son múltiples, obvios y lejos del soberanismo: las drogas y el crimen que se deriva de ellas, el terrorismo y el fanatismo, la persecución de los cristianos en todo el mundo, la delincuencia generalizada y la trata de niños, vientres, órganos, mujeres, migrantes, por nombrar algunos. Son males frente a los cuales el soberanismo es considerado por muchos como un baluarte y un antídoto. Al elevar el soberanismo al rango de maldad soberana de la época, estos males globales, junto con sus agentes y aliados, han sido ignorados.
En un mundo dominado por el ateísmo y amenazado por el islamismo, Bergoglio designa el soberanismo como su principal enemigo. Mientras tanto, la civilización y la fe cristianas se borran de la vida pública y privada, las iglesias, los fieles y las vocaciones están en caída libre, el significado religioso desaparece en el horizonte de la gente, pero lo que cuenta es la movilización humanitaria para los inmigrantes y la resistencia contra un supuesto peligro nazi. Y mientras tanto, los católicos practicantes en Europa, una vez excluidos los soberanistas, quedan reducidos a un ocho por mil de la población...
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