Ilustración de Donald Trump/ Actuall-AMB
Ilustración de Donald Trump/ Actuall-AMB
La administración Trump anunció hace unos días –en un documento titulado ‘Inadmissibility on
 Public Charge Grounds’– un importante cambio de rumbo en la política inmigratoria de EE.UU. 
El hecho de recibir asistencia social estatal –por ejemplo, “food stamps” (vales para comida), 
“housing vouchers” (ayudas para el pago de alquileres), etc.- será computado muy negativamente 
a la hora de conceder o no la “green card”, es decir, el permiso de residencia en el país.
Se está desencadenando ya el previsible griterío emocional-humanitario: “Esto es un ataque en toda
 regla contra las familias inmigrantes y un intento de convertir nuestro sistema de inmigración en
 un sistema de pago [es decir, sólo quien pague impuestos tendría derecho a ver considerada su
 solicitud de residencia permanente] sólo accesible a los ricos”, ha declarado Jackie Vimo, analista
 del National Immigration Law Center.
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Sin embargo, la medida de Trump apunta exactamente en la dirección adecuada para la 
racionalización del fenómeno migratorio. Es imposible tener a un mismo tiempo fronteras
 abiertas y Estado del Bienestar: mejor dicho, es posible, pero también una receta para la ruina. 
Un sistema generoso de prestaciones sociales atraerá inevitablemente a una masa inmensa de 
inmigrantes de países más pobres. Los defensores de la inmigración dicen a menudo que 
“los migrantes nos pagarán las pensiones”; sin embargo, las estadísticas muestran que reciben 
del sistema más de lo que aportan (pues, o bien trabajan en negro, o bien perciben salarios bajos 
y pagan pocos impuestos y cotizaciones sociales, recibiendo en cambio muchas prestaciones públicas).
Otro barato tópico pro-inmigración es el de que “Estados Unidos siempre ha sido una nación de
 inmigrantes”. Es históricamente inexacto porque, como argumentara Huntington, los fundadores de
 Estados Unidos no fueron inmigrantes sino “settlers”, pioneros que llegaban a una tierra virgen
 (o considerada tal por ellos, pues los indios no contaban en sus planes) y construían una nueva 
sociedad desde cero. El inmigrante, en cambio, se incorpora a una sociedad preexistente, se
 sube a un país ya en marcha. El término “immigrant” no empezó a usarse en EE.UU. hasta 
finales del siglo XVIII, cuando los rasgos definitorios de la sociedad norteamericana ya estaban 
fijados. Quienes llegaron en el XVII y el XVIII no eran inmigrantes, sino colonos.
El porcentaje de familias beneficiarias de asistencia social (entre la población inmigrante), lejos de reducirse, tiende a aumentar a medida que se amplía el tiempo de permanencia en EE.UU.
Pero, además, el tópico pasa por alto una diferencia decisiva entre el tipo de inmigración que recibió
 EE.UU. hasta 1965 y el que ha acogido desde entonces. Y el documento trumpiano sabe formular
 esa diferencia: “la autosuficiencia fue un principio básico de la inmigración a EE.UU. desde
 las primeras leyes de inmigración de este país”. En efecto, en el siglo XIX y primera mitad 
del XX, América era la “tierra de las oportunidades”: el lugar en el que la gente emprendedora
 e inteligente, cualquiera que fuese su origen, podía tener esperanza de triunfar. Aquellos inmigrantes
 no acudían atraídos por los subsidios sociales y servicios públicos sanitarios o educativos, sino
 por un mercado libre sin barreras estamentales en el que los más capaces podían esperar prosperar, 
si trabajaban duro. Por eso, antes de 1965, el inmigrante medio tenía más nivel de estudios y
 menos probabilidad de recibir “welfare” (asistencia social) que el norteamericano medio
Se trataba, además, de una inmigración mayoritariamente europea.
Desde 1965, paralelamente al desarrollo de un Estado del Bienestar cada vez más generoso, se
 han producido dos cambios: la inmigración dejó de ser europea para pasar a ser hispanoamericana, 
asiática y africana, y los inmigrantes llegaron a consumir prestaciones sociales en proporción muy
 superior al norteamericano medio. Concretamente, el estudio ‘Welfare Use by Immigrant and
 Native Households’, del Center for Immigration Studies, muestra que el porcentaje de hogares 
que reciben asistencia social es actualmente del 30% entre los norteamericanos nativos y del
 51% entre los inmigrantes. En algunos programas concretos, como el sanitario Medicaid, la
 desproporción es aún mayor (23% de usuarios entre los americanos nativos, 42% entre los inmigrantes).
Ratios de uso de beneficios sociales diferenciados entre inmigrantes y nativos en los Estados Unidos.
Ratios de uso de beneficios sociales diferenciados entre inmigrantes y nativos en los Estados Unidos.
Podría pensarse que ese grueso porcentaje de perceptores de ayudas sociales incluye a muchas
 familias recién llegadas que abandonarán la asistencia social cuando hayan echado raíces y 
encontrado trabajo. Pero el estudio muestra que el porcentaje de familias beneficiarias de asistencia 
social (entre la población inmigrante), lejos de reducirse, tiende a aumentar a medida que se amplía
 el tiempo de permanencia en EE.UU.: entre las familias que llevan entre 11 y 15 años, es del 54%;
 entre las que llevan entre 16 y 20 años, del 56%. Es decir, la dependencia asistencial no es para 
ellas una situación de emergencia transitoria, sino un modo de vida definitivo.
Y sí, parece haber una correlación entre la procedencia geográfico-cultural y la propensión a utilizar 
la asistencia social. El porcentaje de gente que la recibe es, entre los inmigrantes europeos, de sólo 
un 26% (inferior a la media de los norteamericanos nativos, que es del 30%). Entre los inmigrantes 
de Asia oriental, del 32%. Entre los de Sudamérica, del 41%. Entre los de Africa, del 48%. Entre 
los de México y América central… del 73%.
Ratios de uso de beneficios sociales por parte de los inmigrantes en los Estados Unidos según el país de origen.
Ratios de uso de beneficios sociales por parte de los inmigrantes en los Estados Unidos según el país de origen.
Así que los términos de la ecuación parecen claros: Estado del Bienestar más fronteras abiertas 
igual a mexicanización de EE.UU. Una mexicanización que no es sólo étnica o lingüística, lo cual 
importa menos (aunque habría que ver cómo reaccionaríamos nosotros frente al asentamiento, por 
ejemplo, de millones de marroquíes en ciertas regiones españolas, sobre todo si no supieran español 
y siguieran hablando árabe en casa: sólo en California son necesarios en la actualidad 4.000 
intérpretes para atender a la población escolar que no entiende inglés), sino también política: esas 
decenas de millones de inmigrantes dependientes de los servicios asistenciales votarán –cuando
 obtengan la ciudadanía- al Partido Demócrata, y a favor de nuevos programas de ayuda social. 
Y así indefinidamente, hasta la bolivarianización. La izquierda se eternizaría en el poder
 al precio de la renuncia a la excepcionalidad (norte)americana.
El binomio “Estado asistencial + fronteras abiertas” se retroalimenta y apunta a la ruina. Habrá 
que desactivar alguno de los factores. Y no parece que vaya a ser el Estado del Bienestar.