Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, en la firma delpreacuerdo de gobierno de coalición tras las elecciones del 10 de noviembre de 2019 /EFE
Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, en la firma delpreacuerdo de gobierno de coalición tras las elecciones del 10 de noviembre de 2019 /EFE
Los enemigos de la libertad se cuelan por el resquicio de las situaciones de emergencia, las alarmas sociales, o las guerras, para dar golpes de mano más o menos encubiertos e imponer sistemas antidemocráticos, con la excusa de la excepcionalidad. Bien lo sabemos desde que Lenin cogió el famoso tren de Zurich, en plena Gran Guerra, como narra magistralmente Stefan Zweig en Momentos estelares de la humanidad. Atravesó la Alemania del Kaiser, enfangada en el conflicto, y luego fue en barco hasta Petrogrado, para tomar el poder en Rusia y cambiar el rumbo de la Historia. 
También lo sabe Pablo Iglesias, discípulo aventajado del leninismo y el chavismo, y su compadre de Frente Popular, Pedro Sánchez, que con la excusa del coronavirus, ha impuesto un estado policial, asumiendo poderes extraordinarios, ha cerrado el Parlamento y ha estrechado aún más el cerco mediático. Y amenaza con cogerle gusto a esto de gobernar sin contrapesos y con una oposición flojita y poco relevante.
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La economía está paralizada, la población confinada en sus casas, y nadie sabe -igual que en una guerra- cuánto tiempo va a prolongarse esta situación excepcional
Ha aprovechado un contexto que recuerda, en muchos sentidos, a una guerra. La vida se ha detenido, la economía está paralizada, la población confinada en sus casas, los ciudadanos son prisioneros sin salir de sus domicilios, y nadie sabe -igual que en una guerra- cuánto tiempo va a prolongarse esta situación excepcional. 
Se podría decir que, aunque peculiar, esta es una guerra mundial, de hecho la más mundial de todas, en la medida en que es global y afecta a toda la población (y no sigo con las armas bacteriológicas para no alimentar las teorías conspiranoicas). Con la diferencia de que el enemigo es invisible, no hay soldados combatiendo, ni bombas volantes surcando los skylines, pero sí hay peligro de muerte, y países que van a ser arrasados económicamente. 
La incertidumbre y el miedo son comunes a los conflictos bélicos, y aquí es donde aparece la tentación de los gobernantes para aprovecharse de ese clima para dirigir los países autocráticamente y tratar de perpetuarse en el poder. Ese sería, sin duda, el gran peligro que nos amenaza con unos sanchistas y podemitas que han demostrado carecer de escrúpulos democráticos y morales. Que, por poner tres ejemplos significativos, censuran a los periodistas cuando hacen preguntas en los Consejos de Ministros; cierran el Congreso por razones sanitarias; y, con la que está cayendo, siguen a piñón fijo con la agenda ideológica del marxismo cultural.
Claro está que lo prioritario ahora es sortear la amenaza de la plaga. Y todo lo demás pasa a segundo plano: ahí estamos todos de acuerdo. Pero después del peligro que se cierne sobre la salud física de los españoles, está el peligro para su libertad y -ésa es otra- para su prosperidad, hundida por la crisis del coronavirus y la desastrosa gestión del Gobierno.
Es una burla que Sánchez, que tan irresponsablemente ha jugado con la vida de los españoles, nos reclame ahora “responsabilidad”
Esta semana se ha sabido que el Ejecutivo conocía la gravedad de la epidemia desde enero, como ha reconocido el ministro de Ciencia, Pedro Duque, y a pesar de ello no tomó medidas hasta después de las manifestaciones feministas del 8-M. Autorizar estas es, por lo tanto, una prevaricación de libro, y como autor de la misma el presidente del Gobierno ha sido denunciado ante el juzgado de guardia. 
Es una burla que Sánchez, que tan irresponsablemente ha jugado con la vida de los españoles, venga reclamando ahora “responsabilidad” y “disciplina” a los ciudadanos para que respeten el confinamiento. Y es un peligro que ahora pretenda gobernar sin luz ni taquígrafos
Queda la oposición, cierto. Pero se los ve perdidos y sin fuelle, tan desbordados por los acontecimientos como los ministros más despistados del Gobierno o el impresentable Fernando Simón, el mismo que dijo que dejaba ir a su hijo a la manifestación del 8-M. El único que realmente está siendo contundente es Vox, con su denuncia del intento del dúo Pedro-Pablo de aprovechar el Estado de alarma para implantar un «cambio de régimen«, y enfrentar a los vecinos rompiendo la “emocionante unidad del pueblo” ante la epidemia, como ha dicho Abascal. Es una lástima que el error de no suspender el acto de Vistalegre, que provocó numerosos contagios, quite credibilidad a su, por otro lado, justificada denuncia.
PP y Vox tendrían, desde luego, una oportunidad de oro para, una vez pasado el tsunami, poner al Frentepopulismo ante a sus responsabilidades, y abanderar el clamor ciudadano, reclamando daños y prejuicios. Y presentarse como la alternativa democrática ante el sesgo totalitario de un Gobierno que lleva a España a la ruina. ¿Lo harán?