Los suicidios colectivos son un raro suceso. Los suicidios de una civilización lo son aún más. Es posible que desde el siglo V de nuestra Era no se haya visto un fenómeno semejante: una barbarie interna, que es mucho más peligrosa que la externa, destruye las bases mismas de una cultura y produce la desaparición de todo un mundo, con su arte, su literatura, su ciencia, su forma de vida. Las civilizaciones no mueren como las personas, tardan siglos en hacerlo y en algunos casos esas supervivencias resultan, afortunadamente, milenarias. Todavía festejamos solemnidades paganas y todavía la familia, la propiedad y la vida local españolas siguen el modelo del derecho romano, aunque cada vez menos. Las costumbres y las instituciones perduran, pero el marco general en el que esa civilización se desarrolla puede haber desaparecido en sólo unos decenios: recordemos cómo fue destruida la romanidad en Britania en el siglo V o los daños irreparables que la Revolución Cultural maoísta provocó en China y el Tíbet. Esa es la situación en la que estamos ahora en Europa, por primera vez desde el reinado del nefasto emperador Honorio (395-423). Podemos datar en 1914 el inicio del camino descendente que nos está llevando a nuestra, por desgracia, interminable involución cultural. El fin de la II Guerra Mundial entregó el dominio de las artes y de la inteligencia a la extrema izquierda, heredera de Rousseau más que de Marx, que rebosaba de odio hacia su propia civilización, de la que no podía soportar su aristocratismo, su excelencia, su curiosa mezcla de lo popular y lo elitista, su acendrada identidad personal y nacional, su belleza y su exigencia. Todo eso debía ser destruido para que lo sustituyera lo salvaje, lo irracional, los ritmos de un menadismo degradante y frenético, el subjetivismo patológico de los sectarios del psicoanálisis, el pansexualismo sin eros, la animalización pura y simple de la existencia y el materialismo “científico”, mezclado con una amalgama de juegos matemáticos que llamamos ciencias económicas y que dan un aura de racionalidad numérica a las cábalas de las plutocracias: siempre es necesario un lenguaje incomprensible para embaucar a los bobos, de ahí el éxito de los médicos y de los economistas como gurúes de la opinión pública semiculta.  Todo lo que antes fue venerado se insulta y desprecia: se ensalza a la brujería, al hombre de las cavernas (cuanto más antropófago, mejor) y a  todo lo que resulte enfermo, histérico y resentido: infrahumano. Sólo una pseudocivilización estéril y suicida, como la que padecemos desde 1918, puede considerar que el aborto es un derecho o que la eutanasia en un matadero hospitalario es una conquista. Nuestra época es la era de la chusma, en la que los caprichos irracionales de la masa son ley y  nada se les puede oponer, ningún principio de orden superior, ninguna jerarquía espiritual.

Como en la Roma de Honorio, la Europa actual está regida por mujeres y eunucos, o sea, por socialdemócratas de derechas e izquierdas. Y así nos luce el pelo.

Padecemos una política irracionalmente igualitaria, enemiga del mérito

Padecemos una política irracionalmente igualitaria, enemiga del mérito, empeñada en los privilegios de las cuotas y de la discriminación positiva, que sólo sirve para engordar el número de lactantes de Mamá-Estado —que adopta nuevas “minorías”; como las solteronas, gatos— y para degradar la calidad de nuestro sistema, tanto en lo productivo como en lo cultural y no digamos ya en lo político. Es muy curioso que las potencias que hacen caso omiso de las políticas de género y de integración, como China, Japón o Corea, funcionan mucho mejor que nuestra friendly Europe, que cada día que pasa pierde pie frente a los colosos asiáticos que hacen caso omiso de los caprichos y lujos culturales de la decadente Europa. Lo importante no es la calidad ni la excelencia del trabajo individual, sino la pertenencia de una persona a los colectivos privilegiados. Es decir, si el trabajo de un hombre heterosexual y cristiano viejo es mejor que el de un transexual islámico y sin papeles, habrá que contratar al segundo en lugar de al primero, porque hay que acoger a todos y a todas en la granja avícola de Mamá-Estado.

El orden homomatriarcal vigente no funciona por criterios de racionalidad ni de excelencia, sino por una arbitraria y dudosa igualdad derivada, sin duda, de la envidia del menos dotado frente al más talentoso, y que divide a la humanidad entre los buenos (todas las fracciones de la extrema izquierda, homosexuales, transexuales, cisgéneros, transgéneros, inmigrantes, musulmanes, brujas wicca, animalistas, chamanes y chamanas, feministas de todas las sectas, y “mujeres” —siempre que sean de izquierdas—) y los malos (hombres y mujeres europeos, heterosexuales y cristianos). Por supuesto,

El mal, el enemigo a exterminar es el hombre blanco. No sólo él, toda su cultura

la imagen del mal, el enemigo a exterminar es el hombre blanco. No sólo él, toda su cultura debe ser barrida del mapa para que los nuevos colectivos que se forman en el gallinero de Mamá-Estado nos impongan su mundo feliz. Es la revolución cultural de Mao realizada con lágrimas y ataques de histeria en lugar de bayonetas. Todos aquellos que nuestros abuelos habrían enviado al psiquiatra o directamente al frenopático son los que ahora redactan las leyes y se nutren con nuestros impuestos, porque el europeo nativo sigue siendo la gallina de los huevos de oro de esta extraña casta dominante. Para trabajar y para tributar, el cristiano viejo resulta indispensable, es el nuevo fellah que paga impuestos al visir.

Para satisfacer a unas minorías que sólo sienten odio por nuestra cultura nos obligan a hablar en una neolengua “inclusiva” que tiene más palabras tabú que el lenguaje de los pudorosos victorianos. Nos obligan también a sentirnos culpables por unas historias muy tendenciosamente explicadas (las viejas cantinelas del colonialismo y el racismo) que cuando se contemplan en su entorno temporal ni son exclusivas del malvado hombre blanco ni las ha inventado él. Pero esta culpabilidad asumida acríticamente sirve para nuestra propia pérdida, para deseuropeizar Europa y convertir a sus nativos en una estirpe maldita que debe someterse a sus enemigos seculares. Y todo esto, para mayor escarnio, lo sostiene el malvado europeo nativo con sus impuestos: él subvenciona a los recién llegados que  nunca pagarán sus pensiones porque no podrán ganar jamás un sueldo digno (el futuro de Europa es Bangladesh); él permite que desde las universidades —que él mantiene con las tasas que ingresa para “educar” a sus hijos— se infame y se destruya el legado de mil años de historia por los mediocres discípulos de Foucault, de Marx o de Sartre.

Parece imposible, pero el europeo nativo fabrica y afila el hacha con la que se va a cortar su propia cabeza.