Imagen referencial /Pixabay
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Ya hay más familias ‘monomarentales’ en España que familias numerosas. Un dato del que nadie habla
 pero que puede tener consecuencias dramáticas, porque eso significa que ha desaparecido del mapa
 la figura del padre. Cada vez hay más hogares de madres solas con hijos en todo Occidente.
Sin entrar a juzgar las variadas y complejas causas de tal fenómeno, hay que subrayar algo obvio: po
r muy bien que intenten hacerlo esas madres (y seguro que se desviven), esos “huérfanos” funcionales
 de padre crecerán sin un nutriente imprescindible para su maduración.
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Lo inquietante es que, además, de esos hogares “monomarentales”, cada vez hay más hogares que sí
 tienen padre,  pero que se ha convertido en un jarrón. Decora, eso es todo. Y a veces estorba. Es lo 
que se ha dado en llamar hogares “matrifocales”.
Fruto de la presión del feminismo radical y también la crisis de masculinidad en Occidente, el varón 
ha quedado reducido a espectador distante y benévolo, comparsa secundario, semental… No son 
familias monomarentales, hay padre, sí, pero un padre venido a menos. Derribado del pedestal de
 autoridad indiscutida del pasado, perdido el cetro educativo, el cabeza de familia ha sido, en la
 práctica, defenestrado.
El hijo no madurará sin el estímulo exigente y disruptivo del varón, que es “el gran frustrador”
Lo cual es una bomba de relojería a medio plazo. Lo explica muy bien la jurista María Calvo, autora 
Señala que el amor de la madre hacia el hijo puede convertirse en un arma de doble filo, si falta el 
contrapeso del padre. Ya que la mayor virtud de la madre (su entrega, su capacidad de acogida) puede
 ser su mayor defecto. “El seno materno es acogedor pero limita” afirma Calvo. Y la tendencia de 
la madre es a seguir sobreprotegiendo al hijo, como si quisiera prolongar ese Nirvana analgésico que
 es la vida intrauterina, donde al bebé se lo dan todo resuelto.
Pero el hijo no madurará sin el estímulo exigente y disruptivo del varón, que es “el gran frustrador”.
 Educar es frustrar, el niño tiene derecho a la frustración: a que alguien le diga “No” y le enfrente
 a la vida real, en la que hay aristas, dolor, trabajo, sacrificio, y que nada tiene que ver con el Paraíso
 intrauterino.
Por eso, el padre no puede ser una mamá-bis, un actor secundario, un colega o simplemente un 
amiguete del niño, sino un varón varonil, un hombre-hombre que, con cariño pero con firmeza, 
ponga en su sitio a ese reyezuelo que todo bebé lleva dentro. El niño tiene tendencia a la tiranía, a 
que se haga su santa voluntad, y alguien debe hacerle ver que es no es el centro del universo. Y 
ese alguien es el padre.
En ese sentido, explica María Calvo, el hijo es parido dos veces: físicamente por la madre, y
 psíquicamente por el padre. Y resulta contraproducente una crianza del niño exclusivamente en
 manos de la madre. Entre otras razones, porque ésta puede terminar desarrollando una dependencia
 de pareja con el hijo, al que convierte en su confidente y su paño de lágrimas.
Por supuesto, que el amor de la madre es imprescindible, pero debe estar equilibrado por la figura 
del padre y ésta resulta, en comparación, antipática. La madre, por sí sola, no va a lanzarle a la 
aventura, ni va a someterle a los ritos iniciáticos que determinarán el paso a la madurez. Y sin el 
estímulo de la lucha, el niño nunca obtendrá la autoestima necesaria para enfrentarse a la vida.
En una época en que el varón es demonizado e incluso puesto bajo sospecha -ahí está la Ley de
 Violencia de Género-, es más necesario que nunca recordar que el hijo requiere la alteridad sexual 
para un correcto desarrollo psíquico y afectivo.
La verdadera brecha es la que va a dividir a la sociedad en dos grandes grupos: los niños con padre y los niños sin padre, según advertía David Blakenhorn
La crisis de masculinidad, que tan certeramente diagnostica Jordan B. Peterson, tiene mucho que ver
 con la crisis de paternidad. Un fenómeno que se remonta a Freud o Sartre, que llegó a escribir:
 “No existe el buen padre”. Y la crisis de paternidad, a su vez, “mina la imagen que los hombres
 tienen de Dios”, según el psiquiatra Tony Anatrella.
Ese y no los derechos de las mujeres, es el verdadero gran problema del siglo XXI. La verdadera
 brecha -no salarial, sino antropológica- es la que va a dividir a la sociedad en dos grandes grupos:
 los niños con padre y los niños sin padre, según advertía David Blakenhorn en su libro 
Fatherless America. Es decir, los niños y adolescentes que dispondrán del equilibrio afectivo y
 psicológico que proporciona el padre, y los que se ven privados de esos beneficios, imprescindibles
 para crecer como personas.
Lo que debería quitarnos el sueño no son los cuotas de género o si en el próximo gobierno 
hay siete ministras y medio en vez cinco y tres cuartos, sino el hecho de que muchos millones 
de niños tengan más posibilidades de ver un padre en la televisión que en su propio hogar.