Donald Trump, presidente de los Estados Unidos. /EFE
Donald Trump, presidente de los Estados Unidos. /EFE
Trump acaba de anunciar este martes que va a dejar de pagar la millonada que destinaba a la Organización Mundial de la Salud (OMS), al menos mientras estudia qué papel ha jugado el organismo supranacional en la propagación de la pandemia del Covid-19, ya que la Administración norteamericana tiene buenas razones para sospechar que la OMS trató de encubrir el alcance de esta peste que nos tiene a todos en arresto domiciliario.
Uno de los puntos esenciales de esta acusación, sugerido veladamente -si es que Trump puede sugerir algo veladamente-, es que China ejerce, digamos, una influencia indebida sobre la OMS. Pero sean o no ciertas las corruptelas que se insinúan, e incluso haciendo abstracción de la manifiesta incompetencia del organismo -liderada por un exfuncionario del régimen dictatorial comunista de Etiopía que ni siquiera es médico, Tedros Adhanom-, lo que señala la decisión de Trump es el principio del fin del sueño globalista. El soñado gobierno mundial que tendría su precedente organizativo en la ONU y sus organismos dependientes es una entelequia que no duraría un minuto sin el apoyo decidido de los Estados naciones a los que petulantemente da lecciones cada lunes y cada martes.
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Demos gracias a Dios. El globalismo significa que no haya lugar donde refugiarse, que no haya sitio donde huir. Se anuncia como una ofensiva contra los muros, pero en realidad levanta el muro definitivo, indestructible, porque no hay nada ahí fuera.
Pero la globalización nos ha llevado a confundir las cosas y a pensar que el globalismo es pan comido, estación término inevitable y a medio plazo de nuestra historia, cuando en realidad es un dragón de papel, y la actual crisis está mostrando sus vergüenzas.
Estados Unidos ha anunciado que interrumpe su financiación de la Organización Mundial de la Salud, ese brazo sanitario de la ONU ante el cual toda rodilla se dobla en nuestro gobierno y en muchos otros de cara a la pandemia. Estamos hechos a pensar que esos organismos supranacionales son como imparciales deidades olímpicas que, a millas sobre nuestras rencillas nacionales, deciden con autoridad soberana e inapelable. En realidad, son cementerios de elefantes, burocracias hipertrofiadas, a menudo corruptas y sin apenas control, formadas con los desechos de tienta de la política nacional de los países que componen la comunidad internacional. Uno solo tiene que pensar en muchos de los españoles que pululan por allí, llevándose el santo y la limosna, de la talla de ese espejo de gobernantes que es Bibiana Aído.
La OMS nos aseguró hace no tanto que el Covid-19 no se contagiaba de humano a humano. Gran hallazgo. Y ahora dice que es seguro que China reabra sus mercados de animales vivos, ya saben, los de pangolines, perros y murciélagos. Así que la América que gobierna Trump ha dicho que hasta aquí, que ni un duro más.
Estados Unidos da a la OMS unos 500 millones de dólares, frente a los 40 millones que aporta China, pero cualquiera con dos dedos de frente intuye que uno gana más influencia metiendo dinero en los bolsillos de los altos funcionarios que en el presupuesto oficial de su chiringuito.
La idea de una democracia de 7.500 millones de personas es sencillamente estúpida. La posibilidad de influencia del ciudadano es absolutamente ínfima, y la probabilidad de gobierno irresponsable de las oligarquías, infinita
No deja de ser curioso que quienes con mayor entusiasmo respaldan la causa globalista, esos que se definen como ‘ciudadanos del mundo’, suelen ser también ardientes defensores de la democracia, es decir, del gobierno del común. Pero si hay una autoridad sobre la que el común carece del menor control o posibilidad de fiscalización es la ONU, que incluso supera a la Comisión Europea -ese otro sueño húmedo de nuestra progresía- en distancia sideral con los gobernados.
La idea de una democracia de 7.500 millones de personas es sencillamente estúpida. La posibilidad de influencia del ciudadano es absolutamente ínfima, y la probabilidad de gobierno irresponsable de las oligarquías, infinita. La defensa de la soberanía plena de los Estados se pinta hoy con los tonos más sombríos de un nacionalismo a dos dedos del nazismo, pero en realidad no es más que la desesperada defensa de espacios de libertad donde la voz del común aún tenga alguna opción de ser oída.
La gran confusión en muchos, especialmente en los liberales, es la identificación de la globalización, que es un hecho, con el globalismo, que es una teoría. La globalización no es más que la constatación de que los avances en comunicaciones y transportes ha hecho el mundo conceptualmente más pequeño, ha multiplicado los intercambios y propicia cierta homogeneización cultural no necesariamente inevitable o deseable. El globalismo es la idea de que ese fenómeno requiere o exige algún tipo de gobierno mundial y la desaparición de las fronteras. Es, al fin, el viejo sueño comunista, no en balde su himno se llama La Internacional. Pero nos tememos que los profetas del progresismo se han precipitado en sus mensajes, anunciando el alba cuando en realidad asistimos a un ocaso.