Entre las muchas tontunas esparcidas desde el año 2.000 hasta ahora -una fecha como otra cualquiera para esparcir majaderías- figura aquella de que un hombre puede y debe elegir y de que, consecuentemente, no es responsable de nada que él no haya elegido.
Es lo que se llama una ‘grossem chorradem’ popularmente aceptada, quizás porque nos han habituado a que los políticos y demás gentes de malvivir nos expliquen todos los derechos que tenemos… sacrosantos derechos, naturalmente.
Su libertad es libertad de juicio, elegir entre el bien y el mal. Que ya es mucho
 
Entre las últimas ramas de árbol tan frondoso figura la libre elección de sexo. No antes de nacer, por parte de los progenitores o del último diputado o concejal majadero, sino por parte del propio adulto que, miren por donde, cumplidos los 25 considera que él, o ella, lo que realmente quería es ser María y no Pepe, o viceversa. O sea, que me corto los estos o me pongo los estos y que lo pague la Seguridad Social -léase, los demás- porque es… mi sacrosanto derecho.  
Vamos a ver: el hombre no puede dar razón de su existencia. A ninguno nos han preguntado si queríamos venir al mundo, aunque el espectáculo de ese mundo puesto a nuestro servicio es para estar agradecido.
En puridad. El hombre sólo tiene un derecho: vivir. Y debe estar agradecido por ello
 
Pero el caso es que no podemos elegir ni tan siquiera si queremos nacer: ¿cómo vamos a elegir el sexo, o si seremos guapos o feos, listos o tontos, altos o bajos, pobres o ricos? De hecho ¿cómo te lo iban a preguntar si, insisto, tan siquiera puedes dar razón de tu existencia y antes de ser no eras y hasta bien nacido y llegado al uso de razón no te podíamos ni preguntar?
Como seres creados libres, podemos elegir entre el bien y el mal, que es mucho, pero nadie ha escrito en el universo los derechos de los hombres. Como reyes de la creación podemos permitirnos el lujo de presumir de derechos. Pero sólo es eso: una presunción.
Como para elegir el sexo…