domingo, 7 de octubre de 2018

Mezquita y ex-catedral


Mezquita y  ex-catedral

La batalla de los símbolos hay que lucharla. La descristianización de la catedral de Córdoba, la profanación de los restos de Franco y el resto de medidas que la izquierda impone no son «cortinas de humo» ni «asuntos que no tienen importancia real», como afirman los imbéciles.

SERTORIO


Una civilización se suicida negándose a sí misma, pisoteando los valores que la sustentaron y los mitos que la movilizaron. Y lo primero que se profana son los símbolos. Así sucedió con la vieja Roma cuando Teodosio sacó la estatua de Fortuna del Senado, pese a las admoniciones del discurso de Símaco. Alarico saqueará la Ciudad Eterna menos de veinticinco años después. No habían pasado cinco décadas cuando los vándalos llegaban cabe las puertas de Hipona y un anciano Agustín veía desmoronarse el mundo que le alumbró. El Imperio de Occidente no sobrevivió un siglo a la transvalorización de todos los valores que ordenó Teodosio con el Edicto de Tesalónica. Pero no saquemos conclusiones aceleradas: todo ello era un fruto natural de lo que la propia Roma había gestado desde, por lo menos, la era de Caracalla, ese príncipe ignaro y fratricida que hizo ciudadanos a todos los habitantes del Imperio.
Decía Cioran que una civilización se destruye cuando se destruyen sus dioses. Tarea a la que se dedicó el espíritu ilustrado desde el siglo XVIII, ayudado por el propio Vaticano con su obtuso clericalismo antiguo y su perverso progresismo actual; por eso parece que la Iglesia tiene los siglos contados y que su destino inevitable es convertirse en una supervivencia, en una superstición, que es etimológicamente lo mismo. Uno de los momentos decisivos que ha conocido el cristianismo, sólo comparable al de Nicea, fue el Concilio Vaticano II, en el que la entonces poderosísima Iglesia Católica, Apostólica y Romana se rindió con armas y bagajes ante la Ilustración y el socialismo. Lo que se edificó con Constantino se deshizo con Pablo VI. Europa dejaba de ser cristiana y la Iglesia se resignaba a crecer fuera de su marco milenario, para extenderse por América y África. Hoy somos tierra de misión y Roma se ha convertido en un poder extraeuropeo. Francisco, el capellán de Soros, es el instrumento idóneo para la islamización de Europa, para la ruina de la fe popular y para asumir con alegre resignación la apoteosis del globalismo. Otro papado semejante y la Iglesia se disolverá con la misma disciplina que aquellas Cortes franquistas del hara-kiri.
Con la Iglesia desaparecen nuestros santos y vírgenes, nuestros ritos, nuestra cultura, nuestro genus loci. Lo que se ha hecho en estos cincuenta años ya no tiene remedio. Las cosas santas o permanecen inmaculadas o mueren, como el armiño de las leyendas medievales. Queramos o no, se está alumbrando un mundo nuevo en el que los mitos de nuestra infancia son arqueología, cuando no reliquias de una era de ignorancia. Ahora mismo, un muchacho con «formación» religiosa es incapaz de identificar una imagen de san Pedro o de Santiago y, si se le habla de la Transubstanciación o del Pentecostés, no tiene ni idea de qué se trata. Cualquiera que haya llevado a sus hijos a esos másteres que son las catequesis para la Comunión sabe de lo que hablo: dinámicas de grupo, actividades sociales, cancioncitas... Y apenas se saben los sacramentos, el avemaría y el padrenuestro. Milagro es que acierten a persignarse como Dios manda. Olvídese el lector de un mínimo de doctrina cristiana seria, fuera del buenismo de rigor. Por no hablar de las misas postconciliares, los cristianos de base y demás aggiornamenti, el peor de los cuales, sin duda, es el hacer creer a los jóvenes que Jesús es un hombre, incluso un revolucionario, pero raras veces un Dios. Cuando lo sagrado se humaniza y se despoja de misterio, ¿quién puede seguir creyendo?
Sorprende, por todo lo que acabamos de narrar, la firmeza de los curas de Córdoba para defender su iglesia frente a la expropiación con la que amenazan las izquierdas. Por los dos bandos se agitan pergaminos, se forman comisiones y arguyen los rábulas con regalías, bulas, cánones, concordatos y fueros que creíamos olvidados. Legalismos aparte, no hay mejor declaración de propiedad de la catedral cordobesa que los ochocientos años de devoción y fe de un pueblo cristiano, que lo decoró y enriqueció con legados y donaciones que nadie hizo al «Estado», sino a Dios. Al Dios de nuestros antepasados, el único verdadero, el que llevamos en la sangre. Claro que entonces la cruz y la espada eran una sola voluntad y las Españas se fundían con el catolicismo militante. Eso fue cuando éramos alguien, cuando medio mundo hablaba español y nadie pisoteaba la lengua del imperio. Ni se atrevía siquiera a pensarlo. Hoy no hay fe, casi no hay España y ya se verá si quedan españoles.
Basta con que unos okupas se asienten durante unas horas en una propiedad privada, con su registro legal y su contribución al día, para que le resulte casi imposible al legítimo propietario desalojarlos. Pero ocho siglos de devoción popular no son nada para los adalides del laicismo, apenas unos minutos. Si la Iglesia tuviera ojos para ver, entendería que de lo que se trata es de acabar con ella. Pero los dioses ciegan a aquellos a los que quieren perder. Por mucho que se adapte y ceda, los laicistas tienen claro que ella es el Enemigo y que, ya que está en proceso de disolución, ¿por qué no acelerar lo inevitable? ¿por qué no humillar y profanar con el auxilio de las leyes al enemigo agonizante?, ¿por qué no gozar del delicioso episodio de ver completamente écrasée a la Infame? Salta a la vista que no se van a privar del gusto. Además, cualquier ataque a la Iglesia produce un rédito electoral inmediato entre las turbas de televidentes cristofóbicos, adoctrinados por cuarenta años de insidias oficiales y de claudicaciones eclesiásticas. Añadamos a esto que las visitas a la catedral de Córdoba suman un jugoso monto anual, algo irresistible para la Junta de Andalucía, el Ayuntamiento de Córdoba y demás entes administrativos de rapiña.
Los enemigos de la Iglesia en este asunto –entre los que destaca ese perejil de todas las salsas rojas que es el antiguo rector de hierro franquista Mayor Zaragoza, hoy prohombre del globalismo– tienen muy claro su plan: primero expropiar y, luego, convertir progresivamente la catedral en mezquita. Sin duda, el primer paso es la creación de un espacio ecuménico multiconfesional, al que seguro que no le faltarán las bendiciones del papa Francisco. Luego, ese "espacio" se volverá haram y será apropiado por los musulmanes, que harán todo lo posible para arrinconar a los escasos cristianos que se atrevan a rezar allí. Y todo ello contará con el apoyo del Estado, el «propietario» del inmueble. Finalmente, tras las debidas renuncias de Roma, el espacio multiconfesional pasará de la jurisdicción del Derecho Canónico a la de la Sharia.
¿Por qué esta alianza contra natura entre el mandil y el turbante? Porque ambos tienen intereses coincidentes. El globalismo quiere islamizar y africanizar Europa. La importación masiva de musulmanes permite a los laicistas descristianizar la nueva pseudoidentidad «europea» que se quiere forjar por el consorcio financiero de Bruselas, lo deseen los europeos o no. Por su parte, los musulmanes encuentran, gracias a los laicistas, un nuevo campo de expansión para su fe que, una de dos: o es una religión de estado, o no es Islam. Con las políticas malthusianas coercitivas que se imponen sobre la población europea originaria, políticas que no afectan en el mismo grado a las comunidades musulmanas, Eurabia será una realidad en muy breve plazo. Ya lo es, por ejemplo, en Londres.
No hay que ser muy avispado para comprender que esto es el suicidio de Occidente. Y como es de rigor en todo suicidio, lo llevan a cabo los propios occidentales, inspirados por sus clases directoras, como en la Roma del Bajo Imperio. ¿Y por qué este empeño en suplantar el cristianismo por el islam? Porque el credo del globalismo, la corrección política, necesita borrar la Historia, negar el pasado, abominar de las verdaderas identidades nacionales, que son algo a destruir, a escarnecer, a borrar del mapa. Por eso cualquier medida que relativice, borre, humille, ofenda e injurie la tradición europea cuenta con las bendiciones del establishment, que necesita justificar su dominación actual con la maldad intrínseca del mundo pasado, el nuestro. No es de extrañar que la ideología de género, el pensamiento postcolonial, el multiculturalismo y demás productos de la ortodoxia imperante tengan un obvio componente antieuropeo y, por lo tanto, anticristiano y antinacional. La nación, el pueblo organizado en una comunidad política, debe ser destruida porque es el principal obstáculo al Gobierno Mundial que ya padecemos. Y con el Estado-nación han de perecer su cultura, su credo, sus familias.
Ahora bien, esto no se puede ejecutar de forma brutal porque causaría una reacción devastadora. Por eso se hace relativizando el valor de la cultura nativa, asumiendo como propias «tradiciones» que tienen menos de treinta años en nuestro suelo y abominando del pasado, sobre todo del más heroico, del que más afirma a la comunidad frente al "Otro". ¿Y quién ha sido el «Otro» por excelencia en Europa durante un milenio? El islam.
La batalla de los símbolos hay que lucharla. La descristianización de la catedral de Córdoba, la profanación de los restos de Franco y el resto de medidas que la izquierda impone no son «cortinas de humo» ni «asuntos que no tienen importancia real», como afirman los imbéciles que se creen muy listos. El secuestro del pasado, eso que se llama memoria, no es sino un gigantesco lavado de cerebro colectivo, que entrega el alma del pueblo a quienes están empeñados en borrar nuestra identidad, en deshacer a la nación. Si se pierden los símbolos, nos perderemos nosotros.